Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Economía y calidad de vida

En vol. col. «Avances en Política Social». Diputación de Granada. Granada 1.995.

No puede decirse que al final de todo un milenio la calidad de vida sea un valor en alza en nuestro mundo.

En la actualidad las situaciones de malestar social y humano y las carencias más extremas están presentes todavía de manera muy generalizada en el planeta.

Y lo que es peor. Muchas de ellas van a más.

Insatisfacción y desigualdad en las sociedades modernas

Unos 2.000 millones de personas están malnutridas, no tienen ni tan siquiera agua potable y malviven con ingresos anuales inferiores a 400 dólares, 1.000 millones son analfabetos, 1.300 millones se encuentran en situación de pobreza absoluta.

Algunos países como Honduras alcanzan niveles de pobreza del 70% o cifras de indigencia cercanas a los 35 millones, como Brasil.

Según la CEPAL, el 40% de la población de América Latina no puede cubrir sus necesidades básicas y el 92% de los menores de 18 años es pobre.

Hoy día se estima que la desnutrición es un fenómeno general en más de cincuenta países del mundo.

Estas situaciones no sólo afectan ya a los países más pobres (donde naturalmente son más extremas) sino que se han adueñado también del corazón mismo del «progreso», de las naciones más ricas.

En Estados Unidos, por ejemplo, el 38% de la población negra menor de 20 años está en paro. Los 36 millones de pobres del último censo de 1.993 constituyen una cifra record desde 1.962.

En la Unión Europea hay 48 millones de pobres y sólo en Francia se calcula que existen 200.000 mendigos.

En España (INE 1.993), los datos más recientes indican que un 19,7% de los hogares están bajo el umbral de pobreza.

Lo que, por oposición a la calidad de vida podríamos denominar el malestar social presenta una serie de características que conviene tener en cuenta.

1. Las situaciones de insatisfacción y carencia están aumentando en todo el mundo.

Actualmente hay 212 millones más de pobres que en 1.970, 60 millones más de niños sin escolarizar, 65 millones más de analfabetos y 90 millones más de desnutridos que hace veinte años.

En España han aumentado los hogares pobres en la última década. En la Unión Europea hay 18 millones más de pobres que en 1.970.

Los países más pobres han visto como su participación en la economía mundial ha disminuído en los últimos 20 años de manera alarmante. Al 20% de la población mundial más pobre le corresponde el 1,3% del PNB (en la década de los 60 el 2,3), el 0,9 del comercio mundial (antes el 1,3%), el 1,1% de la inversión interna mundial (antes el 1,5%), el 0,9% del ahorro interno (antes el 3,5%) y el 0,2 del crédito comercial mundial (antes el 0,3%).

La población mundial que vive bajo mínimos vitales ha aumentado en un 40% en los últimos 20 años, la diferencia de ingresos entre los 1.000 millones de personas más ricas del mundo y los 1.000 millones más pobres se ha duplicado en las tres últimas décadas. Hoy día esa diferencia es de 150 a 1.

M. Ul Haq, asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, advierte que «no se vislumbra ningún final para estas amplias diferencias» y el «Informe sobre el Desarrollo Mundial» de las Naciones Unidas para 1.992 reconocía que «las brechas en ingresos y oportunidades de empleo entre naciones ricas y pobres son muy grandes y se están ensanchando a velocidades alarmantes».

2. El malestar social se produce en situaciones de muy alta desigualdad, lo que dicho de otra forma significa que la pobreza o la mala calidad de vida generalizadas se producen paralelas con la abundancia y en muchas ocasiones con el despilfarro.

Los países del Norte, por ejemplo, o mejor habría que decir los saciados que allí habitan, consumen por término medio un 50% más de las calorías que se consideran necesarias para estar bien alimentado. Esta población, que sólo representa la cuarta parte del total mundial, consume 10 veces más de energía y disfruta de los 4/5 de los ingresos totales.

Sólo los países de la OCDE consumen el 85% del papel, el 79% del acero, el 80% de la energía, el 38% de las proteínas y el 34% de las calorías que se consumen en todo el planeta.

El Producto Interior Bruto per capita de los países industrializados es 7 veces mayor que el de los países en desarrollo y 20 veces mayor que el de los más atrasados de ellos.

Como consecuencia de todo eso, ni tan siquiera los seres humanos tienen la misma esperanza de vida: 23 años más en los países ricos. Sólo en la Unión Europea, los niños nacidos de padres con estudios superiores tienen una esperanza de vida mayor en ocho años que los nacidos de padres sin estudios.

En Etiopía, por ejemplo, el 87% de la población consume el 11% del agua potable y en Bangladesh el 84% de la población disfruta tan sólo del 4% del saneamiento.

En Estados Unidos, la tasa de mortalidad de los negros (19/1.000) es más del doble que la de los blancos (8/1.000) y el PIB per capita que les corresponde es de 17.000$ por 22.000$ para los blancos.

En Sudáfrica, el 5% más rico de la población disfruta del 88% de las propiedades, mientras que el 40% de los niños negros padecen raquitismo provocado por la mala nutrición. En Brasil, el 20% más rico dispone de 26 veces más ingresos que el 20% más pobre. En Egipto, el 20% más rico dispone del 70% de los activos. En Bangladesh, los pequeños agricultores disponen de l7% de las explotaciones pero tan sólo del 29% de los ingresos agrarios, mientras que el 11% de las familias poseen el 42% de las tierras.

En el mundo más desarrollado, entre el 4 y el 7% de los más ricos disfrutan por término medio del 30 al 40% de la riqueza.

En consecuencia, puede decirse que la desigualdad impregna las relaciones sociales y económicas y provoca de manera directa la pobreza y la insatisfacción.

3. Además, no puede decirse que todas esas situaciones estén provocadas por insuficiencia de recursos.

Según J. Bennett y S. George (1.988, p.42) «el dinero que hace falta para suministrar alimento, agua, educación, cuidados sanitarios y alojamiento a todos los individuos del mundo puede cifrarse en unos 21.000 millones de dólares al año. Lo que equivale a la cantidad que el mundo entero se gasta en armas cada quince días».

Sucede, sin embargo, que el patrón de las necesidades humanas y lo necesario para su satisfacción está subvertido. Mientras que se destinan para el desperdicio recursos ingentes no se atiende a la cobertura de las necesidades más urgentes y vitales de las dos terceras partes de la Humanidad.

4. Por otro lado, y como consecuencia de todo ello, resulta que las expresiones del malestar son muy plurales. No sólo afectan a las cuestiones puramente económicas.

La desigualdad, la carencia y la insatisfacción afecta a todos los ámbitos de la vida humana.

Quizá la más irracional de todas ellas (si es que se pudiera jerarquizar) sería la que afecta a las mujeres. Mientras que son casi la mitad del género humano, realizan cerca de las dos terceras partes de su trabajo, reciben sólo la décima parte de los ingresos y poseen menos de la centésima parte de los bienes mundiales.

En Estados Unidos el 10% de los muchachos y el 18% de las adolescentes ha intentado suicidarse. Allí la principal causa de muerte entre los negros de edades entre 15 y 19 años es el homicidio, el 30% de la población ha consumido drogas, el 23% de los niños negros vivía en la pobreza en 1.989. La tasa de homicidios se incrementó del 4,7% al 8,7% entre 1.960 y 1.987, las violaciones de mujeres se duplicaron en los últimos veinte años.

En ese país, el más adelantado del planeta, hay más de 3 millones de personas sin vivienda, 400.000 en Londres (cuatro veces más que en 1.970), en Bombay 100.000 personas viven en la calle (unas 5.000 más que en Nueva York, en donde los niños de algunos de sus barrios tienen una esperanza de vida menor que los de Bangladesh), en Calcuta 600.000.

El 35% de las madres solteras de Estados Unidos viven en la pobreza. La mitad de los matrimonios terminó en divorcio en 1.980. Un 50% de los niños, en fin, nacen fuera del matrimonio.

Y naturalmente, todas estas situaciones se multiplican cuando se contempla la cobertura de la sanidad, de la educación y en general de los servicios públicos de calidad que permiten una vida más sana, más rica y más libre de los seres humanos.

5. Por último, una nota muy importante que afecta a la vida humana a finales de este milenio es que las relaciones económicas y sociales establecidas están afectando muy directa y negativamente a nuestro entorno físico.

La reducción de la capa de ozono, el efecto invernadero, la lluvia ácida (el 80% de los lagos de Noruega están muertos o en estado crítico), la desforestación (que avanzó en los trópicos un 90% en la última década y que llevará a desaparecer las selvas tropicales en 25 años si no se modifica la tendencia), la extinción paulatina de especies (a un ritmo de 50-100 animales y una vegetal por día), la producción y distribución incontrolada de todo tipo de sustancias químicas que envenenan y originan multitud de patologías mortales, la desertización (al ritmo de una superficie equivalente a un campo de fútbol cada segundo), la reducción de los niveles acuíferos y su contaminación (hasta 129 productos peligrosos para la salud se han encontrado en el agua potable en Estados Unidos), son todos ellos procesos de deterioro ambiental que denigran el ecosistema, son fuentes de problemas sanitarios de todo tipo y ponen en peligro el desarrollo futuro de la vida y de la explotación de los recursos en nuestro planeta para las generaciones venideras, que habrán de realizar un esfuerzo ingente para paliar el desastre provocado por la codicia de una minoría privilegiada que le antecedió y para la cual no hubo freno alguno en la búsqueda del lucro y la ganancia.

Y además a todo ello habría que añadir otros desastres recurrentes como las mareas negras, las guerras, la contaminación nuclear o los efectos perversos de programas de desarrollo concebidos tan sólo para aumentar la cantidad de los recursos sin atender a la calidad de su uso y a las consecuencias que provocan sobre la vida presente y futura de la mayoría de la especie humana.

En suma, no podemos disponer sino de una imagen del mundo que nada tiene de idílica.

Casi el 80% de la población mundial ha bajado en vida a los infiernos mientras que una pequeña parte de saciados disfrutan de un paraiso construído sobre el expolio y la violencia (sea ésta física, política o meramente simbólica) como indica el hecho de que según las Naciones Unidas sólo el 10% de la Humanidad influya hoy día sobre las decisiones que afectan a su vida. O que la dinámica de los mercados impuesta gracias al predominio de las grandes potencias en el diseño de las relaciones económicas provoque a los países más pobre pérdidas de 500.000 millones de dólares, diez veces más de la ayuda que reciben para el desarrollo.

Hablar entonces de calidad de vida y de políticas sociales requiere, si es que no se quiere caer en un simple eufemismo, mirar de frente a este drama y, en particular, que los científicos sociales lo consideren como algo presente, más cercano de lo que suele ser habitual y como un fenómeno no solamente referido a capas sociales que aunque no efectivamente saciadas (las clases medias de los países ricos) sí que se encuentran en el cuasi-privilegio de situarse al amparo del despilfarro de los más satisfechos que disfrutan del poder de decisión y de la abundancia.

Por eso, me parece que es preciso ubicar el problema de la calidad de vida en el contexto de las relaciones socio-económicas que provocan esas situaciones a las que acabo de referirme y que creo que se podrían sintetizar en tras grandes cuestiones:

– En primer lugar, los modelos de crecimiento que se basan en un reparto desigual y en la dependencia de las economías menos avanzadas respecto de las otras y que se desarrollan al amparo de un sistema institucional que no permite la expresión igualitaria de la diversidad de intereses ni, en consecuencia, la adopción de decisiones en condiciones de libertad y democracia.

– En segundo lugar, y de forma más concreta, el de las políticas económicas que se basan en un puro nominalismo macroeconomicista que no contempla los factores reales de los que depende la satisfacción y la felicidad humanas.

– Por último, sería preciso reconsiderar también el propio papel que juegan los individuos en la sociedad. Mientras que estos se limiten a ser simples productores-reproductores de mercancías, su lugar en el mundo no podrá ser otro que el de piezas heterónomas en procesos que sólo quieren conducir a la ganancia.

En esta ponencia no puedo entrar en detalle sobre todas estas cuestiones, así que me limitaré tan sólo a analizar algunos problemas que comporta la determinación de las variables que se utilizan como referencia de las políticas para el crecimiento económico y que a mi modo de ver suponen una limitación trascendental para conseguir una dinámica de crecimiento que haga posible la mejora de las condiciones de la vida humana.

Cantidad y calidad: las limitaciones del crecimiento económico

Como se sabe, el crecimiento económico se considera habitualmente como el objetivo principal de las políticas económicas, pues se supone que a través de él se logran por añadidura los demás fines que comunmente se consideran la base del bienestar social.

En las economías capitalistas en las que vivimos, puede decirse que todas las decisiones de política económica, desde el empleo hasta el desarrollo cultural pasando por cualquier otra expresión de las necesidades humanas, están destinadas a lograr niveles de crecimiento económico sostenido, suficiente y equilibrado (esto último en el sentido de que no altere el cuadro de las variables macroeconómicas tradicionales).

El problema radica, sin embargo, en que el crecimiento económico se mide por la evolución de una variable que es muy poco representativa de los procesos reales que se producen en las economías y, en particular, muy poco significativa de aquellos que influyen verdaderamente sobre el bienestar humano, si este se toma desde una necesaria omnicomprensión.

Con diferentes matices esa variable es la que indica el volumen total de transacciones monetarias que se llevan a cabo en un país y durante un periodo determinado. Puede utilizarse para ello el Producto Interior Bruto, el Producto Nacional Bruto o la Renta Nacional pero todas ellas no son expresión sino de un quantum de actividad determinado.

Son muy variados los problemas que ello plantea.

En primer lugar, no se recoge de esa forma el trabajo no sujeto a transacción monetaria que se realiza dentro de los hogares, desde las propias tareas del hogar, hasta el cuidado de los niños e, incluso en algunos casos, ciertas actividades agrícolas. Como decía irónicamente P.A. Samuelson, si uno se casa con su ama de llaves desciende el Producto Nacional del país.

Al no contabilizarse estas actividades resulta que la magnitud que se toma como referencia del crecimiento económico infravalora la actividad productiva efectivamente realizada, muy especialmente de la que llevan a cabo las mujeres (WARING 1.989) o las que de forma muy generalizada realizan las familias en los países menos desarrollados.

La magnitud de esta limitación es enorme si se tiene en cuenta que diversas evaluaciones cifran el trabajo doméstico como una actividad que puede representar entre el 20% y el 40% del Producto Nacional Bruto incluso en países industrializados.

Además, tampoco se contabilizan actividades no sujetas a transacción monetaria realizadas fuera del hogar como el trabajo voluntario o las actividades colectivas de todo tipo que conllevan igualmente un volumen de recursos, de esfuerzo y tiempo en claro ascenso en todo el mundo, y por supuesto tampoco las que se realizan de forma ilegal o clandestina que en conjunto pueden llegar a representar el 20% del PNB.

Otro problema añadido es que el cómputo convencional del producto nacional no toma en consideración que los individuos no sólo obtienen beneficios en forma de ingresos (de flujos) sino también según cual sea su patrimonio actualizado (stocks). Salvo en el caso de la vivienda (cuya propiedad se imputa como renta del periodo), la contabilidad nacional convencional no toma en consideración el stocks de bienes de los que ha pasado a disponer cada individuo, lo que impide, por tanto, que se pueda considerar como una expresión real del grado de satisfacción que se ha generado en la sociedad.

También hay que tener en cuenta que el uso efectuado de los recursos sólo se contabiliza cuando se ha pagado por él, pero no cuando, como sucede generalmente con los recursos naturales, se encuentran a libre disposición de los individuos. Es evidente que, aunque no haya habido transacción monetaria el deterioro o la inutilización de esos recursos como consecuencia de uso voraz o mal planificado lleva consigo pérdidas -a menudo irreparables- para la vida y el bienestar humano que, sin embargo, no son tenidas en cuenta. Así, se llegaría a considerar como muy positivo un ritmo muy alto de crecimiento del PNB, por ejemplo, aunque eso llevara consigo un deterioro ambiental o una dilapidación de recursos naturales. Lógicamente, tampoco se contabilizan los costes en los que necesariamente se incurrirá para paliar esos daños.

Tampoco se considera la depreciación que puede estar produciéndose en el propio capital humano, si éste está siendo utilizado en condiciones poco productivas, sin reciclaje o de manera desaprovechada.

Incluso habría que considerar que existen determinados bienes («bienes posicionales») que se caracterizan porque su valor depende de que algún otro los tenga o no. Si no se computan, como efectivamente sucede, resulta que también se está infravalorando la gama de disponibilidades de las que se disfruta para la satisfacción social. O dicho de otra forma, que al fomentar el crecimiento de la magnitud «bruta» se está quebrando el patrón de la necesidad, se propugna el crecimiento como fórmula que es independiente de la satisfacción general.

Por último, también se soslayan otros aspectos que sin duda expresan una mejor calidad de vida, como por ejemplo la disponibilidad de tiempo libre. Sería menos aceptable, desde el punto de vista prevaleciente, un ritmo de crecimiento cuantitativo más débil que está proporcionando más tiempo libre, por ejemplo, que un ritmo elevado a costa de la hiperexplotación del trabajo o de cualquier otro recurso social.

En suma, desde la perspectiva de desarrollo que proporcionan las variables convencionales la calidad de vida y el bienestar se contemplan exclusivamente como si fueran una expresión lineal de la cantidad producida en la órbita monetaria, mientras que se dejan de lado los aspectos en virtud de los cuales se sienten o no verdaderamente satisfechos los seres humanos.

Se llegaría -y de hecho se llega- al extremo paradójico de que el stress, la inestabilidad psicológica, la infelicidad, la destrucción de la vida o la riqueza, en suma, contribuyen decisivamente al crecimiento económico. Lo que equivale a decir que en la búsqueda de éste último las políticas dominantes en nuestras sociedades no se detienen a valorar el daño social que se provoca. Como decía R. Garaudy (1.976, 9), el crecimiento económico es «el dios oculto de nuestras sociedades. Y se trata de un dios cruel: exige sacrificios humanos».

Finalmente, hay que hacer mención de un asunto de capital importancia.

Es evidente que, en resumidas cuentas, el bienestar social y la calidad de vida se miden por las condiciones reales en que se encuentra un ser humano respecto de la satisfacción de sus necesidades. Sin embargo, las magnitudes que guían la política económica y que sirven para determinar sus objetivos finales nada indican acerca de la situación distributiva de los recursos o los ingresos generados. ?Cuál es el sentido de fomentar el crecimiento económico si al mismo tiempo no se contempla la situación de reparto existente, si no se considera la desigual situación en la que están los seres humanos de cara a beneficiarse de los frutos de ese crecimiento?.

No puede caber la menor duda de que al soslayar la circunstancia del reparto se hace obvia una situación dada, al mismo tiempo que se impide que se plantee como una cuestión sustancial lo que es inherente a cualquier modelo de crecimiento: su patrón distributivo.

De ahí, que un planteamiento realista y sincero del problema de la calidad de vida deba llevar aparejada la cuestión del reparto. Tanto desde el punto de vista de la asignación de recursos para el bienestar, como del de las condiciones que lo puedan hacer efectivo es necesaria la consideración previa del criterio de distribución que es deseable y deseado, pues de otra forma no sólo se dará por aceptada la situación desigual de la que se parte, sino que la inercia de una sociedad escindida en cuanto a la posesión multiplicará la brecha que separa la condición de los distintos seres humanos.

Más allá del PNB: la calidad de vida como objetivo económico

Puesto que los conceptos macroeconómicos convencionales para medir la producción nacional no permiten expresar adecuadamente el grado efectivo de bienestar del que disfrutan los agentes sociales se han realizado numerosas propuestas de magnitudes o índices que fuesen reflejo más fiel de la calidad de la vida.

El problema no es nada fácil desde el momento en que éste es un concepto extraordinariamente plural y que puede ser contemplado así mismo desde muy diferentes perspectivas. Como dice A. Sen (1.987, p. 1) «usted puede estar acomodado sin estar bien. Puede estar bien, sin disfrutar de la vida que se desea. Puede haber alcanzado la vida deseada, sin ser feliz. Puede ser feliz, sin tener mucha libertad. Puede tener una gran cantidad de libertad, sin haberla alcanzado».

La primera opción se basa en readaptar el concepto tradicional de Producto Nacional incluyendo o eliminando los componentes que permitan acercarlo más adecuadamente a la realidad de las transacciones económicas efectivas.

Así, se ha propuesto añadir las actividades domésticas una vez estimado su valor monetario.

El problema radica naturalmente en establecer un criterio adecuado de valoración monetaria así como de selección de las actividades mismas que deben ser objeto de cómputo. Para ello se pueden manejar diversos criterios como lo que se deja de ganar al dedicarse a ellas (lo que infravaloraría el trabajo doméstico de la mujer), lo que se estaría dispuesto a aceptar para reaizarlas fuera del hogar o incluso otros más objetivos que permitan homogeneizar las horas de trabajo aplicadas a las diferentes actividades realizadas en el hogar.

Problemas semejantes plantea la consideración del tiempo libre o incluso la calidad de vida en el trabajo.

Por otro lado, a la hora de calcular la producción nacional desde esta perspectiva habría que deducir una serie de actividades que representan costes no computados o daños que comportan desembolsos de recursos en el futuro.

En este caso el problema es que las dificultades de contabilización son aún mayores: los daños potenciales sobre las salud, por ejemplo, los bienes posicionales o la depreciación ambiental o del propio capital humano no admiten un criterio homogéneo y mecánico que permita cuantificarlo en todas las circunstancias.

A pesar de ello, se han realizado diversas aproximaciones y análisis empíricos que permiten disponer de puntos de partida suficientes de cara a lograr la necesaria comprensión de todos estos fenómenos.

La expresión más inmediata de estos ajustes sería la obtención de un Producto Nacional Ajustado que se formaría de la siguiente forma (Anderson 1.991, p. 39):

Producto Nacional Bruto

(Menos) depreciación del capital

(Más) valor monetario del trabajo doméstico no retribuído

(Más) valor monetario de las transacciones no monetarias realizadas fuera del hogar

(Menos) depreciación ambiental.

Sin embargo, como pone de relieve el propio V. Anderson de esta forma no dejan de quedar irresueltos la mayoría de los problemas que comporta el propio concepto de Producto nacional y a los que hice referencia en el epígrafe anterior.

Algo más avanzado sería el contenido del «ajuste» que proponen P. Ekins y otros(1.992) pues además de la inclusión de las actividades no monetarias referidas incorporaría tres grandes componentes adicionales y que ya han sido objeto de medición en diferentes casos. En primer lugar, la depreciación natural de capital que tiene en cuenta los límites a la renta que a largo plazo puede extraerse del sistema natural. En segundo lugar el sacrificio de sostenibilidad que se basa en la definición de las condiciones que garantizan la sostenibilidad de todas las actividades económicas sobre el medio ambiente y el cáculo de los costes en que es necesario incurrir para garantizarla. Y por último los gastos defensivos, entendiendo por ellos los desembolsos realizados para eliminar, mitigar, neutralizar o evitarlos o para adelantarse a los daños que ocasiona la actividad productiva en el medio ambiente y en el propio ser humano.

Junto a estas propuestas de ajuste del concepto convencional para tratar de que sea un reflejo más digno del conjunto de actividades que se realizan así como del tipo de uso de los recursos que se lleva a cabo se han propuesto igualmente índices globales de bienestar que, aunque con una menor operatividad por el momento, tienen la ventaja de asimilar una comprensión más auténtica y plural de la calidad de vida.

Entre ellos se encuentran el Indice de Calidad Física de la Vida que combina tasas de mortalidad, esperanza de vida y alfabetización para lograr un único índice; el Indice de Desarrollo Socioeconómico Auténtico de M. Lutz que incorpora un índice relativo a los derechos humanos; el Indice de Desarrollo Humano del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas que ajusta el Producto Nacional Bruto con el poder de compra y luego lo combina con la esperanza de vida y con la tasa de alfabetización; el Indice de Bienestar Económico Sostenible de H. Daly y J. Cobb que combina datos de consumo personal, distribución de la renta, incremento del capital, valor del trabajo doméstico y otros índices medioambientales; o el Indice de Desarrollo Social de H. Henderson que combina índices de inversión en recursos humanos, de recursos humanos y productividad, diversidad genética de las especies, calidad medioambiental, eficiencia energética, equivalentes de la paridad del poder de compra y distribución de ingresos entre quintilas de renta.

En España, T.R. Villasante (1.992) ha propuesto un índice construído sobre seis indicadores: evolución entre las horas de trabajo necesarias para adquirir la cesta de la compra básica o la evolución de de las rentas del quintil más rico y más pobre en relación con respecto a la media de rentas del territorio de referencia; capacitación profesional y educativa; calidad de hábitat, esperanza de vida y morbilidad, ahorro o eficiencia energética y de consumo de tierras y otros indicadores expresivos del número de voluntarios y asociaciones o empresas de economía social.

Finalmente habría que considerar toda la amplísima gama de indicadores sociales tendentes a expresar aspectos cualitativos de aspectos más concretos de las relaciones sociales.

La UNICEF, por ejemplo, utiliza una serie de índices en sanidad, alimentación, educación, demografía, economía, situación de la mujer y lo que llama globalmente «tasa de progreso» y considera como indicadores básicos los siguientes:

– Tasas de mortalidad de niños menores de cinco y un año.

– Número de nacimientos en relación con el de muertes infantiles.

– Esperanza de vida.

– Tasa de alfabetización de adultos.

– Tasa de escolarización primaria.

– Proporción de renta percibida por el 40% más pobre de la población y el 20% más rico.

– Volumen de población.

– Producto Interior Bruto per capita.

Por su parte, V. Anderson (1.991, pp. 55 y ss.) propone igualmente una serie de indicadores sociales omnicomprensivos centrados en los aspectos:

– Mortalidad de menores de cinco y un año.

– Escolarización primaria de niños y niñas.

– Analfabetismo adulto.

– Desempleo.

– Distribución de la renta.

– Propiedad de teléfonos.

– Consumo de calorías en relación con las necesidades mínimas.

– Acceso al agua potable.

– Desforestación y emisiones de dióxido de carbono.

– Crecimiento de la población.

– Intensidad energética del Producto Interior Bruto.

– Reactores nucleares en funcionamiento.

– Proporción de riqueza entre el 20% más rico de la población y el 20% más pobre.

– Desertización.

– Extinción de especies.

También en España (INE 1.991), sin continuidad y sobre datos estadísticos no demasiado rigurosos y actuales, se llevó a cabo oficialmente la construcción de diversos indicadores sociales aunque, como sucede en la mayoría de los países, sin que se pueda decir que hayan pasado a constituir una referencia efectiva para la elaboración de las políticas económicas.

Y este es un asunto crucial.

Independientemente de las dificultades de medición, que en muchos casos no son mayores que las derivadas de la medición de las actividades convencionales que se toman en cuenta, el problema fundamental más bien radica en la falta de voluntades políticas para instrumentar medidas para el desarrollo económico que vayan más allá de su mera percepción cuantitativista. Y ello es así porque el propio modelo de crecimiento se basa fundamentalmente en la salvaguarda de una dinámica de lucro que por su propia definición no puede atender sino a la minorización de los costes inmediatos (sin atender a los costes sociales que se generan) para obtener el mayor beneficio posible a corto plazo.

No es raro encontrar situaciones en las que incluso se llega a un cierto paroxismo de la nominalización. Piénsese por ejemplo en los programas de convergencia derivados de los acuerdos para la creción de la Unión Económica y Monetaria Europea en los que ni tan siquiera fue incluído el nivel de desempleo existente en cada país.

Ejemplos como este ponen marcadamente de manifiesto que la tónica que anima las políticas para el crecimiento económico desnaturalizan claramente la perspectiva del bienestar. Y mientras la calidad de vida, la vida misma de los seres humanos, no sea un factor explícito con respecto al que deban evaluarse los efectos de las políticas económicas no podrá experarse sino una mayor degradación de ella misma.

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