Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

La guerra es la guerra

Los países europeos han estado sometidos en los últimos años a una férrea disciplina presupuestaria. El cumplimiento de los criterios de convergencia y el respeto de los principios deflacionistas que inspiran la política económica dominante ha obligado a los gobiernos a ser extraordinariamente escrupulosos con los gastos públicos, lo que comúnmente se ha traducido en la disminución de los gastos sociales, en el debilitamiento de las estructuras de bienestar colectivo e incluso en la disminución del esfuerzo inversor de las administraciones públicas.

 

La consecuencia de todo ello ha sido el efectivo cumplimiento de los objetivos nominales de limitación del déficit público pero, al mismo tiempo, también la pérdida de vigor de la actividad económica y el fortalecimiento de la tendencia a convertir el empleo fijo en precario. De todo ello se han beneficiado principalmente las grandes empresas industriales y financieras, cuyo margen de beneficio se incrementa sin cesar cada año.

 Es verdaderamente ejemplar el empeño con que los gobiernos han aplicado esas restricciones presupuestarias, siempre explicadas a la población como medidas inevitables. Se ha demonizado tanto el gasto público que ya casi habíamos llegado a creer efectivamente que nunca más se produciría lo que casi se calificaba como dilapidación de los fondos públicos. 

De repente, sin embargo, se desencadena una guerra que no parece que vaya a ser corta y los gobiernos han de dedicar recursos millonarios para financiarla, para poner a punto la maquinaria militar y propagandística y para sufragar las terribles consecuencias que se derivan de ella.

 Sorprendentemente, ahora nadie nos hace cuentas de los efectos económicos de la guerra. No parece que su financiación tenga los temibles efectos que tiene el gasto en educación, en sanidad, en protección social o en inversión pública que han merecido tanta restricción y tanta crítica por excesivos. 

¿Con cargo a qué se pagará la guerra, de dónde saldrán los recursos?, ¿no contribuirán éstos a aumentar el déficit?, ¿o es que los gastos militares tiene acaso un estatuto económico
especial?

 

Es lamentable, por un lado, que nuestras autoridades económicas hagan uso tan cínico de la opinión pública cuando callan estas cuestiones. Pero lo es mucho más que no se ponga de relieve el verdadero efecto de la guerra.

 Hace unos treinta años, el Presidente norteamericano H. Johnson dijo que de no haber sido por la güerra de Corea del año anterior, hubieran tenido que tomar medidas económicas de ajuste. Sucedió que fue la guerra la que dinamizó la actividad económica y el beneficio de las empresas que suministran armamentos. Hoy día ocurre igual. No les importa la guerra porque la industria de la muerte es más rentable que nunca cuando los ejército están en plena actividad. 

La lección es evidente: el gasto público no es intrínsecamente malo, como no lo es ahora para financiar la guerra de Yugoslavia. Los poderosos solo lo anatemizan cuando no va destinado a sus bolsillos.

 Desgraciadamente, el bienestar social de los más desfavorecidos no tiene en nuestro mundo el privilegio y la prioridad de la guerra. Las grandes industrias y el aparato militar tienen las espaldas bien guardadas. Su satisfacción, aunque cueste muchísimo más, no se contabiliza. Los misiles no son como las pensiones y los tanques son más importantes que las escuelas o los hospitales. Vaya mundo.

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