Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Las mujeres de Ciudad Juárez

Publicado en La Opinión de Málaga el 3 de abril de 2005

Se encuentra en España Norma Andrade, la presidenta de una organización mejicana llamada Nuestras Hijas de Regreso a Casa (www.mujeresdejuarez.org). Es la madre de una de las casi 400 mujeres que han sido asesinadas desde 1993 en la localidad mejicana de Ciudad Juárez en donde han desaparecido, además, unas 500 mujeres, según los datos que han proporcionado diversas organizaciones entre las que se encuentra Amnistía Internacional.
Viene a España a demandar ayuda para que se conozca y divulgue esa tragedia que a pesar de su magnitud no parece que merezca la atención de los medios y la acción efectiva de las instituciones. Dice que viene también a que se conozca la verdad porque el gobierno de su país “ha negado y desvirtuado lo que sucede”.

No es fácil explicar claramente lo que ha ocurrido pero la evidencia es que cuatrocientas son muchas mujeres asesinadas, hasta el punto de que algunos investigadores afirman que se trata de un auténtico feminicidio.

Sin embargo, las reacciones ante este drama muestran que la percepción del dolor y del sufrimiento en nuestro mundo se hace cada vez más selectiva. Parece que sobre todo nos sentimos concernidos por ellos cuando afectan a los nuestros y que su efecto sobre nuestras conciencias es mucho más liviano a medida que quien los sufre está más lejos física, emocional, cultural o ideológicamente de nosotros. Y, en este caso, me atrevería a decir que incluso cuando se trata del otro género.

Ciudad Juárez está en la frontera con Estados Unidos. Es un típico espacio que ha florecido (si es que se puede usar esta palabra en este contexto) con la globalización de nuestra época. Allí y en sus alrededores se concentra un 80% de la llamada industria maquilera mejicana, una de las expresiones paradigmáticas de la economía de nuestro tiempo.

Las maquilas son industrias ubicadas junto a las fronteras para aprovechar la cercanía a países importadores, en este caso Estados Unidos, la existencia de mano de obra abundante y la ausencia de derechos laborales.

En ellas trabajan preferentemente mujeres, en una proporción de siete por cada tres hombres. Suelen ser jóvenes, entre 15 y 25 años, porque a esa edad se supone que son más dóciles y que obedecen más fácilmente. De hecho, los estudios realizados muestran que un 60% de las trabajadoras no conoce a los dirigentes sindicales de sus industrias (cuando los hay) y que un 64% no sabe el contrato colectivo al que están sujetas.

Las condiciones laborales son terribles. Muchas veces trabajan durante horas de pie y se han detectado casos en los que los patronos proporcionan a las mujeres pañales para que no que pierdan tiempo en el servicio durante el horario de trabajo. Las que quedan embarazadas son despedidas y muchos testimonios señalan que les hacen mostrar sus compresas manchadas para que los empresarios tengan constancia de que no lo están.

En torno a estas maquilas se ha concentrado un volumen de población enorme sin disponer de servicios sociales adecuados, sin instituciones eficaces. Reina el desorden y la desintegración. Las dos terceras partes de las madres son solteras y más del 50% de los niños nacen de mujeres que viven solas. Cuando no es así, es habitual que los padres y madres tengan actividades fuera del hogar, aunque simplemente sean las de buscar trabajo o pasar el tiempo en la calle o bebiendo alcohol. Así, es común que los niños crezcan sin atención familiar, hacinados y en permanente descuido.

La mayoría de los hombres y mujeres que trabajan o viven alrededor de las maquilas provienen de otros lugares, están desarraigados físicamente y culturalmente, apenas tienen vínculos profundos entre ellos. En fin, reina el estado de desintegración social que puede garantizar la sumisión en las fábricas de terror que son las maquilas.

Todas estas circunstancias se han querido entender como las causas de la terrible violencia estructural que ha desatado los cientos de homicidios. Pero lo que es realmente significativo es que tal violencia se haya ejercido contra las mujeres, no contra los hombres, y que se haya producido, justamente, cuando, en una sociedad machista, las mujeres han salido desde el espacio privado que les había sido reservado siempre al espacio público de la calle y del trabajo.

Se da la circunstancia de que las mujeres de Ciudad Juárez son ahora las que ganan el dinero, las que tienen pesos para ir a los bailes y pagar la bebida los fines de semana, las que han alterado, aunque sea a costa de una explotación espeluznante, el rígido patrón sexista de división del trabajo que había prevalecido durante siglos. Son, si se me permite la comparación, las brujas de la edad postmoderna, las mujeres que osan salir de su espacio de confinamiento impuesto por los machos. Y cuando escapan quedan expuestas al castigo: cualquiera se arroga el derecho de hacerlas desaparecer.

Nada menos que el Procurador General de Justicia del Estado, Arturo González Rascón, decía en un periódico de Ciudad Juárez que “hay  lamentablemente mujeres que por sus condiciones de vida, los lugares donde realizan sus actividades, están en  riesgo, porque sería muy difícil que alguien que saliera a la calle cuando está lloviendo, pues sería muy difícil que no se mojara” (El Diario, Ciudad Juárez. Miércoles 24 de febrero de 1999). Como si hubiera una lluvia que sólo mojara, qué casualidad, a las mujeres.

Es verdad que no se trata solamente de una cuestión de género. Como dice Griselda Gutiérrez en el prólogo del libro Violencia sexista. Algunas claves para comprender el feminicidio en Ciudad Juárez (UNAM, 2004), es una historia en la que se combinan pobreza, misoginia e impunidad. Tantos crímenes no pueden explicarse sin la miseria, sin la carencia de instituciones de bienestar social, sin la inacción de las autoridades, sin la complicidad de las instituciones, sin la ineficacia de las fuerzas de seguridad, sin el silencio y la complicidad de los cobardes…

Pero lo cierto es que son sólo las mujeres las que allí sufren un triple tipo de crueldad y de violencia, la simbólica del machismo que se expresa a cada instante, la extrema de los hombres en la calle y la no menos cruel de la maquila. Es muy difícil saber cuál de ellas prevalece sobre las demás, cuál origina a las otras o si alguna es más terrorífica e inhumana. En los cadáveres desperdigados de esas mujeres se combinan las tres formando la estampa terrible de nuestro tiempo, la apariencia descarnada del capitalismo de nuestros días, más machista que nunca, más inmisericorde que en ninguna otra época. Sencillamente, criminal.

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