Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Política Social y crisis económica: la determinación del modelo de crecimiento

En vol. col. «Avances en Política Social». Diputación de Granada. Granada 1.995.

La  consideración de las políticas sociales en tiempos de crisis, de su naturaleza, alcance y efectos requiere un análisis amplio y complejo. Cuando menos, se involucran dos grandes cuestiones:

Deben constituir un asunto ámbito prioritario de la política)-  económica general, o deben supeditarse a alcanzar un mayor crecimiento a través de las políticas más convencionales?.

La generalización de políticas sociales es un factor que)-  dinamiza o, por el contrario, que retarda el logro del crecimiento económico?.

En los tiempos presentes habría que añadir además otra tercera deben asumir los poderes públicos la tarea de prevenir el malestar)cuestión:  social y proteger a los agentes sociales más desfavorecidos, o debe respetarse la dinámica del mercado en la confianza de que éste proporcionará soluciones de bienestar colectivo adecuadas y socialmente aceptables y aceptadas?.

Naturalmente, en el marco de esta ponencia no será posible analizar con la extensión debida cada una de estas cuestiones. Me limitaré entonces a plantear algunas reflexiones sobre la relación de las políticas sociales con el crecimiento económico en el actual contexto de crisis económica con especial referencia a la dinámica emprendida para la creación de la Unión Económica y Monetaria Europea.

La adopción de las políticas sociales: una cuestión de valores

Cuando hablamos de políticas sociales nos referimos a un conjunto de políticas que se podrían resumir de la siguiente forma:

– Políticas sobre el entorno familiar referentes a la demografía, a la redistribución de rentas entre los hogares y políticas de compensación por cargas familiares diversas.

– Políticas de salud orientadas al suministro de servicios sanitarios y a la prevención.

– Políticas de empleo, en su triple sentido de políticas de mano de obra para favorecer y facilitar la ocupación laboral de los individuos interviniendo sobre la actitud y comportamientos adaptativos de los trabajadores, de mercado de trabajo para actuar sobre las relaciones de intercambio que se llevan a cabo en el mercado de trabajo y de empleo en sentido estricto destinadas a intervenir sobre las condiciones mismas de ese mercado.

– Políticas de clases pasivas, destinadas a proporcionar rentas de distinta naturaleza a quienes, por diversas circunstancias, se encuentran fuera de las relaciones salariales.

– Políticas frente a la pobreza y otras situaciones de exclusión y carencia.

Por tanto, podría decirse que se trata de tres grandes tipos de situaciones.

En primer lugar, la provisión de algunos bienes (como la sanidad) que de ser suministrados por el mercado no se conseguiría que la población los disfrutase con el grado de universalización que se considera socialmente adecuado.

En segundo lugar, la transferencia de rentas hacia quienes se encuentran por debajo de niveles considerados como mínimos o las actuaciones destinadas directamente a proporcionar una dotación básica de bienes o servicios a quienes están excluídos de los sistema de generación de rentas primarias.

Por último, la actuaciones redistributivas que se llevan a cabo entre hogares o personas cuando se acepta que la situación distributiva generada por el mercado es demasiado desigual.

En ninguno de los casos está justificada objetivamente la intervención a través de las políticas sociales. Sólo en virtud de un juicio de valor colectivo acerca de lo que es más o menos deseable socialmente se determina, en el contexto de nuestras economías capitalistas, la realización de estas políticas que comportan una detración de recursos que deberían destinarse a las relaciones de mercado.

Cualquiera de las manifestaciones de la Política Social conlleva una acción redistributiva, pues consisten de suyo en una transferencia de renta o ingresos de unos agentes a otros. Y la razón distributiva es siempre el resultado de un juicio de valor, nunca de una proposición objetiva u objetivable sobre lo que es más deseable globalmente para la sociedad (TORRES 1.993, b).

Por eso, no hay razón objetiva alguna para preferir que quienes no disponen de ingreso alguno sean atendidos, por ejemplo, por los presupuestos públicos; como tampoco la hay para afirmar que es mejor una política económica que evite el desempleo, la principal causa de marginación y pobreza en nuestra época, como lo prueba el hecho de que cada día los gobiernos asuman proyectos de política económica cuyos efectos sobre el empleo o las rentas de los menos favorecidos son claramente desfavorables.

Y eso es así, porque cualquier propuesta distributiva implica la mejora de alguien y el empeoramiento correlativo de otro u otros y, en consecuencia, el posicionamiento de cada uno no podrá ser resultado más que de la valoración que haga cada cual de la situación resultante.

La distribución expresa siempre un cierto tipo de juego de compensaciones, en virtud de la cual unos agentes compensan -generalmente de forma involuntaria por medio del sistema impositivo- a otros, a los que transfieren parte de sus rentas (TITMUS 1.968).

Para las corrientes liberales en boga durante los últimos años, por ejemplo, estas compensaciones sólo pueden llevarse a cabo cuando se produce responsabilidad. En otro caso, hay coacción y se desincentiva la asignación de recursos a actividades valiosas pero arriesgadas, impidiendo el correcto funcionamiento del mercado.

Ni tan siquiera se puede hablar de justicia para justificar la actuación pública a través de la Política Social. Se entiende que las relaciones económicas que se llevan a cabo en el mercado están exentas de responsabilidad y precisamente ésta ausencia de responsabilidad y por ello que no puedan considerarse como injustas. La justicia es exclusivamente un simple concepto moral y no un problema económico.

Como dice ACTON (1.978, p 144), «la pobreza y el infortunio son situaciones negativas pero no constituyen injusticia». Quiere decirse, por lo tanto, que cualquier tipo de ayuda o de corrección de la situación que moralmente se pudiera reputar como injusta debe prestarse tan sólo «sobre la base de sentimientos humanitarios» (ibidem.).

Estos sentimientos podrían llevar a consentir que se preste una ayuda a los necesitados y los pobres por medio de la caridad privada, de la seguridad social obligatoria y de ciertas instituciones oficiales. Son las situaciones de infortunio que el mercado no puede evitar y sobre las que se reconoce que hay un cierto deber moral de aliviarlas.

En estos casos se reconocen varias alternativas (ACTON p. 92) como «la ayuda voluntaria privada (caridad), la ayuda privada involuntaria (regalos forzosos como son las rentas controladas), la ayuda voluntaria pública (aportación pública a favor de los damnificados por desastres naturales) y la ayuda pública involuntaria (mediante impuestos)» pero sólo se podrían adoptar por los poderes públicos siempre que fueran voluntarias y no llevasen consigo exacciones obligadas a los ciudadanos, es decir, mientras no se efectuara redistribución alguna de ingresos.

Naturalmente, una posición contraria que plantee por ejemplo la insostenibilidad de una sociedad que se desarrolle sobre la base de la desigualdad o en donde una parte considerable de sus ciudadanos carecieran de los más elementales recursos también puede ser asumida con el mismo fundamento: como expresión de una preferencia social

Estos criterios indican claramente que la cuestión previa y principal de la Política Social (como en general de cualquier otra política económica) se retrotrae a la naturaleza del sistema social en virtud del cual se establecen las preferencias colectivas y se convierten después en decisiones políticas operativas.

Es importante considerar esta cuestión pues el debate relativo a la amplitud de las políticas sociales (y de la solución distributiva que encubren) se suele establecer en términos que tratan de aparentar una objetividad indiscutible. Los «sacrificios» que se suelen pedir a la población en épocas de crisis se presentan como los costes inevitables de la única política económica posible, la que han elegido siempre con acierto quienes disponen de mecanismos apropiados para convertir en intereses generales sus privilegios privados.

Políticas sociales y crisis económica: la elección del modelo

de crecimiento.

Una segunda cuestión surge al considerar el papel de las políticas sociales en las salidas propuestas frente a las crisis económicas.

Es completamente obvio que en situaciones de crisis la problemática de la Política Social se hace más candente. Justamente porque es entonces cuando hay más situaciones sociales que demandan protección y cuando la desigualdad resulta más patente.

Cuando la economía crece a buen ritmo, cuando hay pleno empleo y se generan recursos suficientes para que se alcance un nivel mínimo de satisfacción social la Política Social no es tan necesaria simplemente porque hay menos situaciones que requieran la protección colectiva.

Además, cuando las economías disfrutan de buena salud es también más fácil encontrar los recursos necesarios para paliar las situaciones extremas de necesidad o de carencia que pueden plantearse, por ejemplo, como consecuencia de los cambios demográficos o de la distinta composición de la población inactiva. Entonces, es menos problemático disponer de fuentes de financiación que no repercutan negativamente sobre la estabilidad financiera o la dinámica de crecimiento.

Sin embargo, cuando la economía se deteriora, cuando se multiplica el desempleo y la pobreza, no sólo hay más problemas que atender y más carencia que paliar, sino que además los recursos destinados a ello provocarán mayores desajustes en las actividades de las que depende el crecimiento en las economías capitalistas: la rentabilización de los capitales privados.

Incluso cuando la economía está en fase de crecimiento, la redistribución de renta en la que se expresa siempre la Política Social no será tan convulsiva para quienes ceden la parte de su ingreso que la financia. Se considerará incluso una inversión necesaria y bienvenida pues contribuye a legitimar el sistema de apropiación desigual establecido (OFFE 1.990).

Por el contrario, en las épocas de crisis económica es cuando los agentes sociales sobre los que descansa el peso de la acumulación capitalista tienden a asegurar con más fuerza su privilegio en el reparto, entre otras razones, porque si no es de esa forma el propio modelo de acumulación quiebra.

De ahí que las políticas sociales se muevan entre una tensión inevitable en periodos de crisis: son objetivamente más necesarias, pues se incrementan las situaciones de precariedad e insatisfacción que incluso pueden hacer hacer que se resquebraje el cemento de la legitimación social, pero son mucho más onerosas desde el punto de vista distributivo y más ineficientes desde el punto de vista de la acumulación, pues detraen recursos que no van directamente destinados a facilitar la rentablización del capital privado que es la condición necesaria para recuperar la confianza que requiere la inversión capitalista sobre la que se hace descansar la recuperación económica.

Por lo tanto, plantear el lugar de las políticas sociales en la salida a la crisis económica debe llevar a considerar la naturaleza del modelo de crecimiento que se pretende impulsar, pues de éste depende que aparezcan situaciones que las hacen necesarias y que, al mismo tiempo, resulten contrarias o no con los estímulos que precisa para realizarse.

Un modelo de crecimiento basado en el reparto desigual tiende a multiplicar la carencia y, en consecuencia, a hacer más necesaria la Política Social; pero, al mismo tiempo, repudia la accción igualitaria que conlleva pues destruye el sistema de incentivos que le es propio y drena recursos que le son necesarios en su dinámica de acumulación.

Es por ello que la opción por modelos de esta naturaleza, como es el caso paradigmático del asumido como propio en el proceso de creación de la Unión Europea que consideraré a continuación, conlleva siempre una renuncia a la profundización de las políticas sociales que terminan por limitarse a paliar con la tímida mano de la protección social la insatisfacción que provoca la voracidad de la otra, la del mercado.

La Política Social en el horizonte del mercado único y la Unión Económica y Monetaria

La profundidad de los desequilibrios regionales y de las desigualdades personales que afectan a la ahora Unión Europea han sido contemplada de manera reiterada como un riesgo que podía afectar gravemente al propio proceso de integración europea.

El Informe Delors (punto 29) advertía que «si no se presta suficiente atención a los desequilibrios regionales la Unión Económica habría de enfrentarse a graves riesgos económicos y políticos» y el citado informe del IFO aventuraba igualmente futuros problemas incluso de «desintegración progresiva de las unidades que constituyen la Comunidad» por esta causa (NAM y otros 1.991, p.12).

Esta preocupación llevó a poner sobre el tapete la necesidad de alcanzar un adecuado nivel de cohesión social y económica entre los estados miembros que debería llevar a un notable protagonismo de las políticas sociales, lo que reconoció incluso la propia Comisión de las Comunidades al señalar, en el Consejo celebrado en junio de 1.989, que aquella debía constituir el contexto en donde debía desarrollarse el proyecto hacia la Unión Económica y Monetaria.

En un principio, el objetivo de cohesión social fue entendido en un sentido amplio y que podría considerarse equivalente al «grado hasta el cual las desigualdades en el bienestar económico y social entre distintas regiones o grupos de la Comunidad son política y socialmente tolerables» pero en los documentos de la Comunidad y, sobre todo, a la hora de hacer efectivas las políticas económicas globales, el concepto de cohesión social ha ido perdiendo esa significación amplia y ligada a la fijación de objetivos concretos sobre el bienestar social, para quedar reducida a una simple aspiración compensatoria ante los desequilibrios que esas mismas generan.

En el Tratado de la Unión Europea la cohesión social sigue constituyendo un objetivo del proyecto integrador (art. 2), aunque no una condición para impulsar el crecimiento económico y para determinar las medidas de política económica. Y, de hecho, tal y como puede comprobarse en el Protocolo sobre la cohesión económica y social que acompaña al Tratado, se reduce al fomento de mecanismos reequilibradores, renunciándose, de esa forma, a comprenderla como un prerequisito del crecimiento económico igualador e igualitario.

Puede decirse, por lo tanto, que la cohesión social es un objetivo que se reputa necesario (aunque no siempre ni en la misma medida deseado por todos) para hacer frente a los desequilibrios ya lacerantes que afectan a la Comunidad, como un bálsamo paliativo de los efectos perversos del modelo de crecimiento adoptado y de los estímulos que han sido preferidos para incentivarlo, pero no como una característica que se desee como intrínseca al mismo.

Así lo prueba no sólo la propia redacción de los tratados sino, sobre todo, la naturaleza de las medidas de política económica y los principios en los que se ha hecho descansar el diseño del proyecto de integración europea.

Efectivamente, el punto de partida esencial de ese proyecto es que debe llevarse a cabo sobre la base del «ajuste de mercado», tal y como expresó en su día con total claridad la principal autoridad monetaria europea al afirmar que «la reducción de los desequilibrios estructurales debe ser corregida principalmente a través de los mecanismos de ajuste de mercado: el otorgamiento de asistencia financiera para promover la cohesión económica y social tan sólo lograría minar ese proceso» y así lo ha admitido en diversas ocasiones el Presidente Delors al expresar la inoportunidad de generar fondos de compensación europeos.

El propio Tratado de la Unión Europea (art. 3 A) ratifica finalmente que la política económica encaminada a alcanzar los objetivos comunitarios -entre los que se encuentra la cohesión económica y social- se llevará a cabo con «respeto al principio de una economía de mercado abierta y de libre competencia».

De esta forma, la discusión acerca de la desigualdad y los desequilibrios en la Europa comunitaria y, en consecuencia, del papel de la Política Social, debe proyectarse entonces sobre este principio de respeto al mercado de libre competencia que inspira necesariamente la actuación de sus políticas económicas.

Se quiere establecer como supuesto que el funcionamiento del mercado garantizará la movilidad suficiente y la eficiencia necesaria de manera que el Mercado Unico primero y la Unión Económica y Monetaria más tarde permitan que «todos salgan ganando» (NIESR 1.991, p. 34) con la integración. La plena movilidad, por una lado, haría posible la expresión de las ventajas comparativas de cada estado o región permitiendo la especialización y la ventaja recíproca de todas ellas, mientras que la diferencial de salarios, lejos de constituir un incómodo elemento de divergencia, sería el factor que garantizaría el fluir de los capitales a las regiones menos desarrolladas y con más bajos costes del trabajo.

Ahora bien, en contradicción con la previsión de que se produciría un efecto equilibrador si se profundiza en la dinámica del mercado, resulta más bien que ésta produce el efecto contrario. Como puso de manifiesto el IFORME PADOA (1.987, p.121), «las regiones sólo tienden a igualar sus ingresos per capita, como resultado de la movilidad de los capitales y de la mano de obra, bajo ciertas condiciones excepcionales y nada realistas…La historia y la teoría económica enseñan que cualquier extrapolación de la teoría de la «mano invisible» al mundo real de la economía regional, en presencia de medidas de apertura de mercados, carecería de todo fundamento». Los fenómenos de concentración oligopólica característicos de los mercados muy imperfectos que se dan en la realidad comunitaria y la existencia de economías de escala como determinantes -más que la ventaja comparativa- de la especialización en el comercio son circunstancias que, como también señaló Krugman (1.987), no permiten distinguir claramente las consecuencias positivas de la integración en todas las zonas afectadas. Por el contrario, este autor indica que «el principal obstáculo para reforzar la integración económica reside en el hecho de que, al menos a corto plazo, sus beneficios no se distribuyen de igual manera entre los países» (Ibidem. p. 121). Como tampoco hay evidencia empírica alguna de que los costes salariales más bajos de las regiones menos desarrolladas constituyan un incentivo suficiente para la atracción de capitales, toda vez que éstos, en las condiciones de transnacionalización existentes, pueden supeditar como regla general la variable salarial a otras como la productividad, los costes derivados de la peor infraestructura, la diferenciación de precios que permite la estructura oligopólica del mercado, o la más habitual aparición de economías de escala, de concentración o integración en las zonas más desarrolladas.

Estas circunstancias, y el hecho de que la integración a través del mercado conlleva una reducción de las barreras que pueden proteger a las economías más débiles, ocasionan, por lo tanto, una mayor indefensión de estas últimas y, en suma, que sean las más desfavorecidas, tal y como han puesto de manifiesto los diferentes informes que se han venido citando, mientras que las más ricas serían también las más favorecidas.

Y es que no puede olvidarse que la dinámica del mercado es no sólo productora, sino también reproductora de desigualdad cuando se parte de dotaciones iniciales de recursos desiguales, tal y como evidentemente sucede en la realidad comunitaria. Precisamente por ello, cuando se prioriza su fortalecimiento y si es que no se desea un auténtico desbordamiento de los desequilibrios, resulta necesario un extraordinario esfuerzo presupuestario tan sólo para limitar un impacto desigualador tan grande como el que, en el caso de la Comunidad Europea, lleva consigo la construcción del mercado único.

Sin embargo, la posible magnitud de ese esfuerzo se ve enormemente reducida en el seno de la Comunidad, en primer lugar, por las limitaciones propias de su política presupuestaria y, en segundo, porque el camino hacia la Unión Económica y Monetaria se orientó por la senda más útil para hacer posible tan sólo la libertad de operar en los mercados y para fortalecer un modelo de crecimiento cuyo caracter «intrínsecamente desequilibrador» ya había sido puesto de manifiesto reiteradas veces como una importante amenaza para los desequilibrios existentes en el interior de la Europa comunitaria y cuyas características se pueden resumir como sigue.

En primer lugar, la opción por un significado macroeconomizado de la convergencia entre las diferentes economías de los estados miembros, renunciando a lo que se llamó la «convergencia real», esto es, la que contempla la evolución y distribución del producto interior, la tasa de crecimiento económico o el volumen de desempleo. De ahí que los problemas sobre los que se vuelca la Política Social, las expresiones reales del malestar social, se queden en un segundo plano a la hora de establecer las prioridades y los objetivos de las polítiucas globales.

En segundo lugar, la naturaleza del ajuste preciso para conseguir la convergencia, basado en la flexibilización y la re-regulación que deja inermes a las zonas o los agentes económicos más debilitados por la competencia oligopólica y las estrategias de las corporaciones transnacionales, cuya secuela de imperfección en los mercados no se encuentra, sin embargo, limitada. Es decir, que se agudizan las desigualdades y la insatisfacción social.

En tercer lugar, la severidad de las reglas de cambios establecidas como soporte del Sistema Monetario Europeo que, siendo por demás incapaces de evitar la inestabilidad monetaria, limitan la capacidad de ajuste exterior e interior de los estados, regionalizan los ahora problemas de balanza de pagos y conducen, como reconoció Schlesinger, gobernador adjunto del Bundesbank, «a un mayor declive relativo en las regiones que ya eran estructuralmente débiles y a una degradación de las balanzas comerciales de los miembros menos competitivos del Sistema Monetario Europeo». Se reducen entonces las posibilidades de actuación de las políticas nacionales y, sobre todo, se establecen fuertes límites a la posible financiación de las políticas que, como las sociales, requieren flujos financieros de gran magnitud para hacer frente, siquiera sea mínimamente, al deterioro social que provocan las políticas económicas protagonistas del ajuste de convergencia y previstas, más tarde, como soporte de la Unión Económica y Monetaria.

Resulta entonces que es la naturaleza del modelo de crecimiento elegido lo que determina el alcance y las posibilidades mismas de las políticas sociales. Como han demostrado diversos informes (FRANZMEYER y otros 1.991) puede resultar que las políticas destinadas a combatir los desequilibrios -independientemente ahora de que su efectividad haya sido enormemente limitada- resulten ser anuladas por el efecto desintegrador de las otras grandes decisiones de política económica, o que finalmente queden disueltas en la inercia de desigualdad y desequilibrio que conlleva inevitablemente la dinámica del mercado a la que se somete la política económica general y que constituye su obligado marco de referencia.

Hasta ahora, el objetivo central de las políticas económicas comunitarias ha sido mejorar la competitividad global de la economía comunitaria que permitiera fortalecer la posición comercial de las empresas europeas en el contexto mundial y ello «aunque como efecto lateral aumenten las diferencias regionales y sociales» (NAM y otros, 1.991, p. 12).

De esta forma, y por muy grande que sea el deseo equilibrador y redistributivo de la Política Social, para él no podrá quedar sino el tiempo y el recurso sobrante. Cuando aumentan los ritmos de acumulación y crecimiento económico, aumenta la dotación de recursos redistributivos, pero en menor medida que crece el malestar que se trataría de evitar porque es la propia inercia del disfrute desigual de los recursos que impulsan el crecimiento la que provoca mayor carencia.

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