Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Políticas económicas, pobreza y solidaridad

En J.F. Tezanos (Ed.). «Tendencias en desigualdad y exclusión social». Editorial Sistema. Madrid. 1999.

El propósito de esta ponencia es reflexionar sobre tres ideas principales que giran en torno a las expresiones más recientes del fenómeno de la desigualdad en nuestras nuestras economías y en nuestras sociedades.La primera de ellas es que la desigualdad, si bien conserva connotaciones típicas de otras épocas, adquiere hoy día unas nuevas dimensiones que la conforman como un fenómeno distinto.

La segunda trata de establecer que estas nuevas manifestaciones de la desigualdad están también directamente vinculadas a procesos económicos de cuya naturaleza depende el grado y extensión de aquella.

Finalmente, plantearé que, justamente por estas nuevas dimensiones sociales y económicas de la desigualdad, son precisas nuevas fórmulas de intervención político-económica para procurar paliarla o reducirla.

1. la desigualdad de grupo a la desigualdad excluyente

La historia de la sociedad capitalista no ha podido ser sino la historia de la desigualdad. Un sistema socioeconómico basado en la escisión a la hora de disponer de los derechos elementales de apropiación y de los recursos que permiten producir los medios de satisfacción no puede traer otra consecuencia que el desigual disfrute y la diferencia a la hora de hacer frente a la necesidad.

De hecho, la desigualdad no sólo se percibe en el nivel de satisfacción o bienestar sino, incluso, en la forma de contemplarla y valorarla como condición social. Al mismo tiempo que la igualdad ha constituido una aspiración constante de los colectivos sociales más desfavorecidos y que, al menos en la retórica de las grandes proclamas o de los textos jurídico formales, se ha considerado que cualquier tipo de desigualdad debería ser incompatible con la institución de expectativas no discriminatorias en el marco político y de las condiciones personales, al mismo tiempo, se ha podido establecer igualmente que la propia desigualdad no es una lacra perversa sino, más bien, una condición necesaria para el progreso y una base necesaria para que pudieran aparecer los incentivos precisos para garantizar el mejor uso de los recursos (Letwin 1983). De hecho, en muchas ocasiones se ha querido ver en ella una expresión consustancial a la naturaleza humana, una condición natural de la sociedad y de la historia. De esa manera se podía dejar a un lado cualquier consideración de su determinación contextual para entenderla, tan sólo, como una resultante inevitable de la «falta de parecido «que se presupone consustancial al individuo humano.

Son efectivamente muy variadas las posturas desde las que se puede contemplar y valorar el fenómeno de la desigualdad y la necesidad, o no, de asumir aspiraciones igualitarias en nuestra vida social, aunque el reconocimiento de que las desigulades existen y llevan consigo instasisfacción es, en todo caso, insoslayable, pues el fenómeno de la desigualdad en nuestras sociedades es tan evidente como creo que son claras sus connotaciones más significativas como las siguientes:

– Se ha manifestado claramente en expresiones objetivables: niveles de renta, acceso a bienes o servicios públicos, nivel de educación, gasto monetario, pauta de consumo, etc.

– Se traduce en términos de diferencias entre grandes colectivos o grupos de población homogéneos, hasta el punto de que el reconocimiento de éstos constituye el punto de partida del análisis social más riguroso. El inicio del pensamiento económico como disciplina científica no fue posible sin el desarrollo coetáneo de la primitiva sociología, del reconocimiento de las clases sociales y, precisamente por ello, su objetivo principal no pudo ser otro que el analizar la distribución de la renta y la riqueza entre ellas.

– La desigualdad que hemos conocido a medida que se ha desarrollado el sistema capitalista ha sido un fenómeno de naturaleza plural, que no sólo afectaba a la propia condición material de los individuos, sino también a su nivel cultural, a su ideología y a sus percepciones del mundo, llevando así consigo proyectos o visiones de la realidad también diferenciados.

– El análisis de la desigualdad ha permitido siempre comprobar en qué efectiva medida no se trataba de un fenómeno resultado de la condición individual sino, por el contrario, que era la consecuencia de la escisión grupal y de la conformación de la sociedad en dinámicas estancas, pues está directamente originada por la distribución desigual del ingreso y la riqueza que es consustancial a la economía de mercado capitalista.

– La desigualdad típica de la sociedad capitalista se ha caracterizado también porque sus consecuencias de frustración relativa, de insatisfacción absoluta o en términos comparativos, no afectan solamente al individuo sino que son generalizables y propias del colectivo social del que cada individuo se siente parte. Y, además, es precisamente la percepción de este tipo de desigualdad lo que ha permitido que se fortalezca incluso el sentido de grupo, toda vez que el individuo puede percibir que la padece como consecuencia de su propia ubicación grupal. La desigualdad, de esta forma, refuerza la imagen del colectivo desigual y su percepción de la distancia colectiva a la satisfacción.

– Justamente por ello, en la medida en que la existencia y las consecuencias de la desigualdad se vinculan a las dinámicas colectivas, los grupos sociales incorporan el asunto de la desigualdad a estrategias de satisfacción más inmediatas: la cuestión del reparto, como reverso del desigual acceso y disfrute, pasa a formar parte del corazón de las demandas de los diferentes grupos sociales.

– Esto último es lo que ha permitido que la historia de la sociedad y la economía capitalistas haya sido, también, la historia de una tensión distributiva permanente. Y, más en concreto, que el progreso social, en la medida en que ha ido proporcionando instancias de participación y negociación más abiertas, haya traido consigo un alivio evidente de los efectos de la desigualdad. En la medida en que ha habido suficientes oportunidades de negociación del reparto, el crecimiento económico y la mejora en las condiciones de participación democrática han permitido reducir la desigualdad o, por lo menos, lograr que ésta no se traduzca en niveles extremos de insastisfacción. Lo que Keynes expresó como «la paradoja en el seno de la abundancia» ha sido una contradicción y un elemento desestabilizador suficientemente potente como para abrir la puerta a estrategias paliativas de la desigualdad social.

En resumen, éstos podrían ser los rasgos esenciales de un tipo de desigualdad que podría denominarse estructural, típica y consustancial a un régimen social capitalista que produce y reproduce la división social, la fragmentación y el mantenimiento de grupos sociales con capacidades, recursos y posibilidades de satisfacción restringidas por el acceso igualmente desigual que tienen a la dotación de recursos existente.

Sin embargo, la hipótesis que trato de plantear es que en la época más reciente de la economía y la sociedad capitalista, coincidiendo y no por casualidad con su etapa neeoliberal, se está modificando la naturaleza del fenómeno de la desigualdad, apareciendo como añadido un proceso de características mucho más dañinas y difíciles de erradicar.

Trataré de señalar a continuación, con la prevención de que se trata tan sólo de formular hipótesis de partida o de vislumbrar tendencias que quizá no estén del todo definidas, los rasgos que me parecen más significativos y que hay que considerar especialmente.

– En primer lugar, es un hecho que la desigualdad tiende a crecer en cualesquiera que sean sus expresiones tomadas como referencia, y tanto a nivel personal como global, de regiones o países. Tanto si la situación de insatisfacción se mide en diferencias, como si se considera en términos absolutos.

Aunque no es necesario traer aquí a colación pruebas específicas de lo anterior, baste con recordar el incremento de personas o familias pobres (En la Unión Europea en 1970 había 30 millones de personas pobres y en la actualidad, según los datos de Eurostat hay a 57 millones), o la disminución en la parte de renta global (del 2,3% al 1,4%) que corresponde al 20% de la población más pobre del planeta, frente al aumento del 70% al 85% que ha registrado el 20% más rico.

En todos los países del mundo, la proporción de las rentas totales que corresponden al trabajo asalariado han disminuido en mayor o menor cuantía, mientras que invariablemente ha aumentado la correspondiente a los beneficios del capital. La OCDE mostraba en un informe de 1996 que la participación en la producción mundial de la 1/5 parte más pobre del planeta ha disminuído del 45% al 1% en los últimos treinta años. Y, en la gran mayoría de los países, las diferencias de renta personal han tendido a agrandarse de manera a veces espectacular. Así, en Estados Unidos los salarios y bonificaciones de los ejecutivos mejor pagados aumentaron un 951% entre 1975 y 1995 (cuando la tasa de inflación subió un 183%), mientras que los salarios de los trabajadores sólo aumentaron un 142%. (Sebastián 1998:11).

En fin, es de sobra conocido que la anual comparación que realiza el PNUD entre la riqueza de unas pocas docenas de personas y la inmensa mayoría de la población mundial es cada vez más desigual (PNUD 1998).

El aumento de las diferencias sociales de todo tipo, suficientemente verificado en multitud de estudios empíricos (Navarro 1997, Tortosa 1993), contrasta enormemente con lo que se había considerado convencionalmente que era el desarrollo «normal» de las sociedades. La célebre hipótesis de Kuznets, según la cual se irían reduciendo progresivamente las desigualdades sociales a medida que se fuera generando suficiente crecimiento económico, y la más elemental convicción de que el desarrollo histórico iba acompañado del propio crecimiento de la actividad económica, no son hoy sino formulaciones con muy escaso contenido real. Lo cierto ha sido que se ha debilitado el ritmo de crecimiento económico con carácter general, a causa de las políticas deflacionistas dominantes (Torres 1995) y que, incluso cuando se ha resgistrado mayor crecimiento éste no logra traer consigo una disminución sustancial, o incluso mínima, de la desigualdad.

En resumen, una característica primera de los fenómenos de desigualdad es que no sólo no desaparecen, sino que aumentan en todo el mundo, con independencia de que se produzcan fases de expansión o de recesión económica.

– En segundo lugar, la desigualdad contemporánea no se expresa solamente en términos de diferencias entre grandes grupos, como era propio de la desigualdad estructural a la que hice referencia más arriba. Se trata ahora de un fenómeno que se manifiesta como un mosaico de distintas intensidades y también desigualmente esparcido en la estructura social.

Como he señalado, tradicionalmente habíamos percibido la desigualdad como una característica perceptible principalmente por la existencia de grandes y diferenciadas categorías sociales que se correspondían con la existencia de grandes morfologías colectivas. Se trataba de una desigualdad de naturaleza básicamente intergrupal

Hoy día, la desigualdad tiende a darse también en el seno de esos mismos grupos, de manera que el hecho diferencial no aparece como consecuencia de la pertenencia a un grupo y a partir de la cual se deriva una diferencia respecto a los de otro cualquiera, sino que la desigualdad se puede percibir con semejante intensidad entre los propios miembros del macrogrupo al que se pertenece. La desigualdad, pues, no se da sólo, ni principalmente, entre clases, entre colectivos conformados objetivamente en virtud de una determinada posición social frente a los derechos o al uso de los recursos, sino que se produce en el mismo seno de estos, lógicamente, por circunstancias que son, entonces, mucho menos objetivables pero no por ello imperceptibles, como trataré de señalar en seguida.

La consecuencia más inmediata de ello es que la desigualdad no proporciona una imagen de la sociedad en términos de grandes manchas, sino como una especie de suma de muchas variedades, desdibujada, sin perfiles nítidos entre los grupos, sin fronteras de desigualdad claramente establecidas en términos de clases o estratos sociales. Y, en consecuencia, con mucha menor posibilidad de establecer diferencias nítidas en el orden de los intereses, de las percepciones colectivas y de las demandas grupales.

– En tercer lugar, la desigualdad a la que estoy refiriéndome como un fenómeno nuevo y reciente se caracteriza porque es el resultado del devenir individual, más que del pasado grupal.

Tradicionalmente, también podía deducirse que la desigualdad era el resultado de la pertenencia a un determinado origen, podríamos decir que de un conjunto de condiciones heredadas. Sin embargo, en la actualidad, la desigualdad deriva más bien del futuro que del pasado. Es una condición que se va a generar a lo largo del recorrido vital y, en una gran medida, con independencia del origen social. No es, por lo tanto, el resultado de una determinada condición (desigual) de partida sino, sobre todo, una contingencia de destino.

La gran diferencia que hoy muestran nuestras sociedades (en realidad, la gran paradoja de la dinámica de «progreso» que se ha generado) es que, tradicionalmente, el ciclo vital parecía tender preferentemente hacia la igualdad. El conflicto por el reparto y la necesidad de evitar niveles inaceptables de deslegitimación habían provisto a los grupos sociales de instancias para paliar la desigualdad de partida o, al menos, para aliviarla a lo largo de la vida, pero actualmente sucede lo contrario. La condición desigual, o su resultado en términos de pobreza o marginación, puede ser un punto de llegada aunque no haya sido la condición de partida.

– En cuarto lugar, la desigualdad más reciente se enfrenta a un problema de predecibilidad. Se genera al producirse contingencias no grupales que no se pueden abordar, sin enormes efectos perversos, individualizadamente. La desigualdad que hoy día se estaría añadiendo a la que siempre hemos conocido en nuestras sociedades tiene que ver con una incapacidad generalizada para la previsión, con la incapacidad para incorporar las contingencias que la generan a lo que los juristas llamarían «las condiciones generales» en virtud de las cuales se contratarían los remedios posibles para evitarlas.

Los regímenes tradicionales establecidos para hacer frente a las consecuencias indeseadas de la desigualdad se basaron en la formulación de una especie de contrato social suscrito a partir de los grandes números, y orientado a proporcionar respuestas a contingencias colectivas o globales. Hoy día, la gama de contingencias que provocan las nuevas formas de desigualdad son, no sólo novísimas y por ello aún no tenidas en cuenta, sino de muy difícil singularización.

La creciente desigualdad de género, por ejemplo, es bien expresiva de la aparición de nuevas formas de desigualdad/discriminación que no sólo no son paliadas por medio de los mecanismos tradicionales (Derecho de Familia), sino que, por el contrario, se ven agudizadas precisamente porque estos mecanismos no están concebidos sino en términos de riesgo típico y de contingencias homogeneizables.

– Estas situaciones están causadas en una gran medida por dos tipos de circunstancias. En primer lugar, porque la desigualdad que hoy día se produce no está ligada tanto a la dotación inicial de derechos y recursos, díríamos que al haz originario de derechos de apropiación de cada sujeto social, a su punto de partida, como a contingencias sobrevenidas muy marcadas por el azar.

Hasta hace unos años era una evidencia general que unas pocas circunstancias, y particularmente la educación, podían explicar gran parte de la desigualdad existente. Según Mincer (1975:73), hace veinticinco años «las diferencias en capital humano explicaban a grandes rasgos el 60% de las diferencias de los ingresos en Norteamérica». Hoy día se comprueba que se alcanza un alto nivel de desigualdad incluso entre grupos de personas con el mismo nivel educativo (Sarbanes 1994:169)

En segundo lugar, porque resulta que lo que se solía considerar como la dotación inicial de recursos que permitiría alcanzar determinados estándares de riqueza, ingreso o bienestar se hace mucho más difusa. A grandes trazos, su expresión monetaria, per se homegénea y homogeneizadora, puede ser aún válida para poder diferenciar ventajas relativas, condiciones de vida diferentes o posibilidades de trayectoria vital determinadas. Pero es una medida que ya no basta para percibir la situación de diferencia real entre los colectivos o las personas. La misma condición monetaria puede incorporar con toda seguridad multitud de circunstancias y contingencias de desigualdad. El divorcio, a causa de un derecho de familia anquilosado; un accidente, en el contexto de un sistema de responsabilidad civil en crisis y con tendencia creciente a (im)perfeccionarse a través del establecimiento de estándares de seguridad; un despido, la incertidumbre generalizada en un régimen de precariedad laboral y vital creciente… terminan por provocar situaciones de diferencia en el seno de los grupos sociales homogéneos en lo monetario (Kimenyi 1995).

Hoy día sabemos, por ejemplo, que el haber establecido garantías de tipo general para lograr el acceso a la enseñanza de toda la población no garantiza que eso repercuta en una dotación igualitaria de recursos formativos. Precisamente porque el establecimiento de un mecanismo igualitarista que responde a un principio de reparto de carácter universalista no elude la existencia de otras contingencias intragrupales. Así, el fracaso escolar motivado por circunstancias dispares o la diferente probabilidad de empleo de los egresados evidencia claramente que los factores de desigualdad no tienen que ver con el establecimiento de pasarelas de alcance intergrupal, porque es en el seno de los propios grupos sociales y con una casuística muy difusa donde se generan las causas de la desigualdad que va a ser sobrevenida.

– Por último, un efecto tremendamente importante del origen intragrupal de la desigualdades es que son generadoras de exclusión.

Mientras que la desigualdad estructural, inter grupos, tiende incluso a fortalecer las relaciones de pertenencia, la imagen de colectivo y la capacidad de respuesta del propio grupo, es decir, su posibilidad de encontrar coincidencias estratégicas en la demanda de mayor satisfacción frente a la frustración relativa que se percibe nítidamente, la desigualdad intragrupal deshilvana estas relaciones.

El efecto más dramático de la desigualdad contemporánea es, precisamente por ello, la marginación. El desfavorecido tiende a enajenerse del grupo, porque es en relación con este mismo como comprueba la consecuencia de su condición desigual.

Mientras que, quizá paradójicamente, la desigualdad estructural de la sociedad capitalista incentiva la aparición de lazos de solidaridad grupal, la desigualdad reciente es la desigualdad excluyente, que desdibuja los tejidos sociales de referencia. ¿Dónde encuentra el profesional de clase media su necesaria imagen vicaria para generar lazos de refortalecimiento mutuo, en qué universo se circunscribe el parado de larga duración, cuál es la referencia, que antes hubiéramos llamado «de clase», de la madre soltera, del joven sin empleo, del trabajador pobre, o del jubilado forzoso a los 45 años, ¿cuál es el vínculo entre el trabajador ocupado y sus vecinos parados?

En definitiva, una condición socioeconómica de esta naturaleza implicaría reconocer que hoy día la desigualdad presenta una especie de doble frente, de doble expresión. Por una parte, la desigualdad estructural vinculada a la permanencia de una sociedad escindida, en donde la existencia de clases y estratos sociales de posición objetiva diferenciada tiene todavía una repercusión evidente, una influencia decisiva sobre las opciones, las condiciones de disfrute y sobre las posibilidades de satisfacción. Es una desigualdad, de todas formas, que no tiende a disminuir, pero que se entrelaza con una nueva forma de discriminación. Esta es, por otra parte, la nueva desigualdad cuyas causas son plurales pero que podemos explicarla con cierto rigor como resultado de una crisis de diferentes facturas.

a) Por un lado, una crisis que ha afectado al papel del Estado y de las instituciones colectivas en la sociedad, y en particular a las que tienen que ver con las estructuras de bienestar y de negociación sobre el reparto.

Sabemos que el llamado Estado de Bienestar (Guerrero y Díaz 1998:137-166) no produjo una igualación significativa, ni mucho menos, de los niveles de renta en nuestras sociedades. Pero, a pesar de ello, repercutió de manera muy positiva a la hora de extender niveles universales de bienestar; permitió paliar los efectos más desestabilizadores de la desigualdad, promoviendo mecanismos de solidaridad colectiva y provisión de bienes públicos gracias a las políticas redistribuidoras; instituyó racimos de derechos de acceso general; y permitió que se extendieran ciertos criterios de equidad como principios orientadores de las decisiones sociales esenciales.

Además, en la medida en que el tipo de riesgo al que se deseaba hacer frente era de caracter global y susceptible de homogeneizar, la inaccesibilidad a determinados bienes y derechos de grandes colectivos de la sociedad podía ser eficazmente combatida suministrando la posibilidad general de acceso a los mismos, con independencia de las contigencias intragrupales que no estaban afectando a esa posibilidad de acceso sino de forma muy marginal.

El debilitamiento de todas estas estructuras, instituciones, políticas y principios de bienestar o de redistribución, por muy tímidas que hayan podido ser en el contexto capitalista en que se dieron, ha provocado lógicamente un incremento de la desigualdad estructural y, además, la pérdida de las necesarias coberturas para hacer frente a las nuevas manifestaciones de necesidad.

b) Por otro lado, la crisis de las relaciones sociales de caracter general y la vida económica. El sistema capitalista ha funcionado históricamente sobre la base de extender el trabajo asalariado como una relación ambivalente: el trabajo no era sólo la prestación a partir de la cual podía obtenerse un medio de vida, sino que era, a su vez, la garantía para mantener una pauta de consumo y de satisfacción material legitimadora.

Hoy día, el trabajo, a pesar de mantener paradójicamente su centralidad como mecanismo de socialización, ocupa menos tiempo del trabajador considerado en su conjunto, de la clase trabajadora, y, al mismo tiempo, tampoco es la garantía esencial de satisfacción.

La crisis del trabajo deriva, por demás, en distintos fenómenos que producen y refuerzan la desigualdad intragrupal. Primero, porque al hacerse escaso se generaliza la exclusión del mercado de trabajo y se desarticula así la primera y más importante fórmula de fortalecimiento grupal: la condición misma de asalariado. Segundo, porque la relación salarial se desentiende de su función mantenedora de la pauta de satisfacción. Tercero, porque el trabajo se realiza cada vez más en condiciones de inseguridad e incertidumbre, bien por el mayor riesgo de perderlo sin alternativa alguna, bien porque incluso los costes financieros y de todo tipo que es preciso soportar para ejercerlo se elevan de manera vertiginosa. Finalmente, el incremento de las diferencias salariales, la segmentación de las actividades laborales y, en general, la modificación en las condiciones de organización del trabajo, modifican la relación laboral al provocar el desmantelamiento de los espacios del trabajo colectivo, la jerarquización disipativa y la aparición de estrategias de competencia que socaban los vínculos de acercamiento tradicionales.

Todo ello ha tenido dos consecuencias más específicas sobre la generación de nuevos procesos de discriminación y desigualdad. Por un lado, la pérdida del sentido de clase, la ruptura de los referentes y la instauración de un universo del trabajo que ya no propicia el encuentro sino que, por el contrario, conforma una percepción atomística del mundo por parte de los propios trabajadores. Por otro, la pérdida de sindicación que hoy día constituye una variable inmediatamente vinculada por la investigación empírica con la mayor desigualdad obervada en nuestras sociedades.

c) Estos dos procesos que acabo de mencionar provocan igualmente una crisis en las propias morfologías grupales, cambios sustanciales en las categorías y en las relaciones de interacción social.

Actualmente, hablar de «trabajadores», de «clase obrera» o, incluso, de «empresariado», apenas si equivale a decir algo. La nueva forma de incidencia del tiempo, generador de incertidumbre e inseguridad en la trayectoria vital; el papel diferente del espacio, que en lugar de referente de estabilidad constituye un marco de movilidad permanente y de instantaneidad; o las nuevas formas de concebir el trabajo modifican las relaciones sociales hasta ahora objetivables, que ya dejan de ser la forma elemental de incardinación, de socialización. El género, la condición de la familia, la temporalidad, el paro (como un fenómeno verdaderamente interclasista), el tipo de cotidianeidad y toda una serie de condiciones sociales mucho más difusas, auténticos lugares opacos de los social o de lo colectivo, tal y como lo hemos entendido común y convencionalmente, constituyen hoy día los referentes a los que hay que mirar para contemplar el origen de desigualdades que no están vinculadas a las condiciones de grupo que se han objetivado tradicionalmente.

d) Finalmente, ha jugado un papel principal en estos procesos una radical crisis antropológica, una verdadera crisis del sujeto social que lo ha llevado a quedar sumido en nuestra época en la individualidad humanamente más inerme, porque no se ha producido como resultado de un proceso de introspección trascendente sino como consecuencia de una verdadera disipación del ser social en el uno mismo, o mejor, en la dimensión más incapaz y frustrante del yo.

Desde el aislamiento y la soledad los sujetos no pueden hacer frente a la incertidumbre sino en términos de inseguridad. Y ello, junto a la confusión con que se presentan las referencias conformadoras de la identidad, ha dado lugar a que los procesos de insatisfacción no se conviertan en demandas colectivas de respuesta, sino en la desidentificación o, en el peor de los casos cuando estos procesos se hacen patológicos, en la asunción de referentes perversos que se muestran en la numerosa criminalidad iniciática de los jóvenes, en la drogadicción, o en la asunción de la paralegalidad como escenario vital de miles de familias.

El individuo, desentendido de los demás, no refuerza ni reclama entonces lo que no es distintivo suyo, sino de él junto a éstos, y reduce su universo a una aspiración desarraigada y fatal que termina por ser un único y no-referente común. Enclaustrado en ese universo de lo individual, sin asideros y sin conciencia de vivir en una situación que no es aislada sino común, su transcurso vital se limita a ser un simple ejercicio de supervivencia y no la conquista de la libertad que debería ser propia de cualquier experiencia humana.

2. Desigualdad excluyente, desigualdad difusa. Problemas de percepción y tratamiento

En el desarrollo del pensamiento social, y del económico incluido en él, se ha producido habitualmente una singular paradoja. La aspiración igualitaria, salvo en los enfoques del liberalismo individualista más radical, ha constituido siempre un desideratum presente con mayor o menor fuerza en todas las corrientes, aunque haya sido, en una gran medida, como una proyección inmediata del principio político de igualdad frente a la ley y ante el derecho. De ahí que haya una extensísima literatura acerca de las condiciones precisas en las que puede darse la igualdad sin hipotecar otros objetivos de la vida humana, y que dispongamos hoy día de una abundante batería de preceptos teóricos, desde los que nacen del utilitarismo social hasta el marxismo analítico pasando por el individualismo de matiz anarquizante, que permiten conjeturar, desde esos diversos puntos de vista, la naturaleza y las condiciones, las posibilidades y los efectos de estrategias igualitaristas. Se puede decir, pues, que las ciencias sociales han concretado suficientemente el alcance positivo y normativo de la igualdad como aspiración humana, bien que eso no tiene por qué implicar la existencia de procesos suficientemente operativos a la hora de alcanzarla.

Sin embargo, el problema de la desigualdad, que aparentemente podría considerarse como un simple reverso del de la igualdad, presenta muchas más lagunas, está teóricamente mucho más desnudo y no dispone tan fácilmente de cobertura analítica.

Plantear el problema de la igualdad, de la aspiración igualitaria, equivale a establecer reglas de mínimos, a formular propuestas de óptimos de común alcance, mientras que cualquier estrategia anti-desigualitaria requiere desarrollar procesos más complejos y basados en un percepción mucho más «fina» del problema que se aborda.

Por eso, la aspiración igualitaria ha podido ser formulada sin demasiados problemas cuando nuestras sociedades más avanzadas han querido establecer políticas de mínimos basadas en una determinada nivelación que garantizase haces de derechos cuyo disfrute se consideraba suficiente, al menos como punto de partida, para reducir la desigualdad indeseada.

Por el contrario, el problema de la desigualdad como tal apenas si ha merecido una atención semejante. En gran parte, porque, como ha escrito Sen (1979:13-14) «la percepción de la desigualdad y, de hecho, el contenido de este escurridizo concepto, dependen sustancialmente de las posibilidades de una rebelión social. Los intelectuales atenienses que analizaban la igualdad no creían que resultase especialmente censurable dejar a los esclavos fuera del ámbito de su discurso». Podría decirse que, mientras que el discurso sobre la igualdad es más o menos una constante, la desigualdad como asunto social sólo se pone sobre el tapete cuando ésta tiende a ser considerada como inaceptable por determinados grupos sociales.

Los objetivos igualitaristas se han podido abordar con suficiente eficacia y sin alterar la lógica interna (desigual) del sistema capitalista cuando se han afrontado como desigualdades de tipo intergrupal y sin plantear, en realidad, el problema de la desigualdad en cuanto que condición humana. Es más fácil, en otras palabras, establecer óptimos igualitarios, o condiciones universales de igualdad para los grandes agregados sociales, que formular los máximos de desigualdad que son soportables y respetarlos tajantemente.

El problema actual radica en que, a diferencia de lo que sucedió con la desigualdad tradicional que hemos caracterizado como estructural e intergrupal y que podía ser tratada desde el establecimiento de condiciones de igualación universal (educación o sanidad para todos, vivienda, salario mínimo, pensiones…), la desigualdad que se abre paso actualmente en nuestras sociedades es de tratamiento mucho más difícil. Porque no basta con establecer principios de carácter general para alcanzar la igualdad como desideratum, sino que es preciso plantear intrínsecamente el problema de la desigualdad, lo que equivale a reconocerla explícitamente como completamente indeseable.

Todo ello es difícil de lograr, no sólo por una evidente limitación derivada de la existencia o no de voluntad colectiva o política al respecto sino, además, por la existencia de problemas de otra índole, entre los que cabe destacar especialmente los siguientes:

El primero de ellos es que se produce en un contexto social de gran y creciente opacidad. A pesar de que se multiplican y mejoran nuestros medios de análisis, es cada vez más complejo poder detectar los rasgos de nuestra realidad desigual, sus manifestaciones concretas, su presencia personal, su existencia singular y no sólo estadísticamente agregada. En particular, en este aspecto nos encontramos con varias limitaciones importantes:

a) El conocimiento estadístico disponible y generalmente utilizado está orientado a descubrir la situación de grandes grupos homogéneos en cuyo seno se da una distribución probabilística de los sucesos. Pero la desigualdad a la que nos estamos refiriendo es, valga la redundancia, de distribución muy desigual y aleatoria en el propio seno de los grupos donde se produce, de manera que es necesario modificar nuestra percepción de las categorías sociales y de las referencias habituales a la hora de establecer grupos y variables.

Un ejemplo específico de estas limitaciones es el relativo al conocimiento de la distribución funcional de la renta, tal y como habitualmente está siendo utilizado. A la vista de la mayor diferenciación salarial, de la multiplicación de categorías y condiciones laborales, la sustitución espuria de asalariados por trabajadores legalmente autónomos, o la difuminación de las diferentes rentas del capital, la distribución funcional que solemos analizar deja de ser un reflejo exacto, incluso, de la desigualdad entre los grandes grupos de rentas. Mucho menos, de lo que sucede en su seno.

b) Además, la desigualdad se produce en una dimensión individual de muy difícil percepción porque está detrás de todo un bosque de derechos formales igualitaristas que no permiten contemplar con nitidez las situaciones personales. Aparentemente, todos los ciudadanos tienen iguales derechos reconocidos y la misma posibilidad de acceder a bienes y servicios de promoción, todos ellos conviven en condiciones de igualdad de oportunidades, pero su condición desigual no depende ya de la ausencia o no de esos derechos de acceso, sino de su peor condición a la hora de hacer frente a contingencias cuya casuística mucho más singular, aleatoria y diversificada no puede ser cubierta por derechos transversales.

El segundo problema es que ésta difícil percepción de la desigualdad más moderna hace que hoy día sea una desigualdad que los ciudadanos sienten, pero que aún no se percibe como un problema objetivable. Y, justamente por ello, se trata de un fenómeno social todavía políticamente irrelevante. Aunque no sólo por su opacidad.

El problema principal es que, como ya he apuntado, ni las políticas redistributivas de la mejor intención pero que toman como referencia los grandes grupos sociales, ni las políticas de protección basadas en estrategias de universalización pueden hacerle frente con la eficacia necesaria.

El tercer problema es que al producirse estos fenómenos de desigualdad como procesos centrífugos en el seno de los grupos sociales de pertenencia y provocar la exclusión del mismo, debilitando así pues el papel del propio grupo como referente, la desigualdad excluyente se realimenta permanentemente. En esta nueva condición desigual, los individuos no tienden a contemplarse como integrantes del colectivo desigual, sino que, excluídos, se perciben a ellos mismos como la expresión única de la desigualdad, sólo son imagen de sí mismos. De ahí, el proceso continuado de fragmentación (Minguione 1993) a través de la exclusión permanente que actualmente constituye una de las connotaciones más típicas de nuestras sociedades. Por eso, esta nueva dimensión de la desigualdad no puede comprenderse sólo como un asunto de diferencias o de distancias. Es una evidencia que las situaciones a las que ha coadyuvado de manera fundamental una crisis antroplógica y un grave desmoronamiento del sistema de valores sociales no pueden resolverse, ni tan siquiera paliarse, operando tan sólo en el reducido universo de las magnitudes y las cantidades.

Se plantean, en fin, tres tipos de problemas complementarios: la necesidad de disponer de nuevas formas de percepción y observación, la de diseñar nuevas estrategias de intervención y, por último, aunque no es lo menos importante, asumir una nueva filosofía, nuevos principios a la hora de abordar el problema de la desigualdad.

Aquí, me referiré a continuación al segundo de ellos, a la necesidad de formular nuevos puntos de partida de política económica que permitan hacer frente con garantía de éxito a la marginación y la exclusión.

3. Política y economía frente a la desigualdad y la discriminación.

Evitar o aliviar la desigualdad y lo que en realidad es su dimensión problemática, la insatisfacción que conlleva para los más desfavorecidos, requiere plantear un abanico complejo de asuntos: la concepción misma de desigualdad empobrecedora; la equivalencia entre aspiraciones igualitarias y criterios elementales, o deseables, de equidad; los costes de oportunidad derivados de cualquier tipo de estrategia que afecte a la solución distributiva; la misma deseabilidad de más igualdad, o la manera de hacer expresivo ese mayor o menor deseo colectivo.

Lógicamente, la coexistencia de todos esos planos dificulta enormemente establecer líneas de actuación de gran alcance y claramente perceptibles por la sociedad.

En estas páginas deseo limitarme tan sólo a establecer algunos principios básicos que creo necesario tomar en consideración a la hora de formular estrategias políticas que pretendan hacer frente al problema de la insatisfacción derivado de la desigualdad de naturaleza diversa que en tan gran medida se da en nuestras sociedades.

En este sentido, es necesario en mi opinión partir de tres postulados esenciales.

En primer lugar, que la desigualdad no es sólo una expresión de nuestra falta de parecido, es decir, el resultado de la diversidad natural de los seres humanos, aunque esta diversidad deba ser, sin embargo, una variable esencial a la hora de definir las condiciones de igualdad deseables. Hay que considerar, más bien, que la desigualdad es el fenómeno vinculado a la existencia de condiciones diferentes de realización: libertad, capacidades adquiridas, dotación de bienes, posición jerárquica, percepciones de la realidad, ingresos, condición, etc. Se debe tratar, pues, de determinar el diferente grado en que cada una de éstas influye sobre la satisfacción. Es necesario, por lo tanto, tratar de categorizar los diferentes «espacios» de la desigualdad (Sen, 1995).

En segundo lugar, que la desigualdad no es el sumatorio de una serie de situaciones individuales, sino una posición social. De hecho, los individuos sufren las consecuencias de la desigualdad en la medida en que forman parte de colectivos, o en la medida en que le afectan condiciones de discriminación que trascienden objetivamente su propia condición individual. En consecuencia, más que las estructuras formales de igualdad deben analizarse y evaluarse los procesos de discriminación que impiden que éstas puedan efectivamente evitar la desigualdad.

En tercer lugar, que la desigualdad no es una situación sino un proceso, lo que significa que no puede abordarse tan sólo con intervenciones de choque, sino de transformación de las condiciones dinámicas y estructurales que la generan.

En este sentido, entiendo que hay tres campos problemáticos que habría que considerar como desencadenantes de la desigualdad.

a) El modelo de crecimiento, entendido como expresión sistémica de un determinado desarrollo de las relaciones económicas. En particular, hay que destacar dos de sus elementos como desencadenantes inmediatos del proceso de empobrecimiento que está unido a la desigualdad propia de nuestras economías capitalistas.

Por un lado, y como ya he señalado anteriormente, la nueva naturaleza del trabajo. Suele ser aceptado como un lugar común que ha terminado la época del empleo fijo, seguro y con salario suficiente y garantizado de forma generalizada. Sin embargo, quienes lo afirman no destacan, al mismo tiempo, que el ingreso del trabajo haya dejado de ser la fuente que permite satisfacer las necesidades en nuestra sociedad y que, por lo tanto, si no se establecen presupuestos alternativos de satisfacción, el «fin del trabajo» no implica sino empobrecimiento creciente. En realidad, se está planteando de manera bastante subrepticia que nuestras sociedades se enfrentan a tres posibilidades: aceptar la marginación y la pobreza generalizada en la medida en que, efectivamente, desaparezca la garantía del salario de suficiencia; asumir que, verdaderamente, son precisas menos horas de trabajo y que, entonces, el salario no seguiría siendo la fuente del ingreso de suficiencia, lo que obligaría a adoptar otro tipo de ingreso no salarial alternativo; o, en el caso de que se entendiera que es posible revertir la tendencia a destruir y deteriorar el empleo para aumentar, como ahora, el beneficio más alto, poner en práctica estrategias intensivas en trabajo, procurando recuperar el salario como fuente principal y suficiente de ingreso.

En nuestras sociedades estas alternativas no se plantean de forma explícita, en gran parte, porque implican operar bien sobre la relación salarial sobre la que se asienta la estructura de explotación, influir en la dinámica de la productividad sobre la que descansa el beneficio, o directamente controlar éste mismo como soporte de todas las estrategias sociales. Pero, al contrario de lo que ahora sucede, son estas cuestiones las que deben ser objeto de cuestionamiento.

Por otro lado, hay que referirse a la regulación económica dominante como una permanente causa de empobrecimiento. Su instrumentación más concreta (a través de las políticas fiscales, monetarias, de privatización, etc.) está orientada a sostener y reproducir la pauta distributiva privilegiada que implica un reparto muy desigual de los ingresos y de la riqueza. A eso viene a coadyuvar la pérdida de soportes para el bienestar como consecuencia del drenaje de recursos hacia el interés privado, del debilitamiento de las reglas de intervención, sin las cuales se hace mucho más difícil favorecer el tratamiento igualatorio, o del contenido profundamente antisocial de las políticas de demanda.

La consecuencia de todo ello es que ni tan siquiera la generación de actividad económica, el impulso del crecimiento económico, es una garantía suficiente, como hubiera ocurrido en otras épocas, para eliminar la pobreza o para disminuir la desigualdad o la instatisfacción social (Blank 1995:190). Más bien al contrario: en lugar de ser su solución, en la medida en que el crecimiento se produce bajo una pauta distributiva desigual agudiza el empobrecimiento.

b) Junto a los factores anteriores, y mejor que a los niveles de ingreso en torno a los cuales se ha percibido tradicionalmente la desigualdad, hay que considerar igualmente una serie de procesos que han afectado a la definición de lo que Sen (1997:77) llama el vector de realizaciones y que constituyen, pues, espacios donde también es preciso intervenir. Entre otros, pueden destacarse los siguientes:

– La conformación de una pauta social de consumo basada en una auténtica transustanciación de la necesidad, provocando así una modificación perversa del cuadro de aspiraciones personales y colectivas (Riechmann 1998).

– La generalización del principio del automatismo, que lleva a ocultar la existencia de una regulación efectiva de claro efecto desigualitario y, al mismo tiempo, que disimula la necesidad de generar propuestas alternativas de regulación discrecional de las relaciones económicas que tienen que ver con la satisfacción.

– La desarticulación espacial, de manera que la vida humana en general y la actividad económica en particular se desentiende del «lugar» como una referencia que se requiere inequívoca, para modificarse así las coordenadas de entorno y propiciar la difuminación de los lugares de encuentro en donde pueden generarse vínculos y relaciones que eviten la vulnerabilidad y la indefensión.

– La generación de un imaginario colectivo en virtud del cual la desigualdad es una expresión natural de la diferencia y que constituye un incentivo esencial para el mejor uso de los recursos, consecuencia, además, de procesos singulares y no de relaciones sociales y económicas.

– La socialización individualista y derivada de una percepción atomística de la vida como resultado de la universalización de la relación mercantil que se desenvuelve privilegiadamente en el mercado.

c) Finalmente, no podemos dejar de referirnos al debilitamiento de la democracia como presupuesto de la decisión (Torres 1997) que tiene que ver con todos los procesos económicos, aunque aquí sólo voy a referirme a tres cuestiones singulares.

En primer lugar, al cambio de nivel que ha afectado a los mecanismos de negociación de los que depende la dinámica de reparto. La descentralización de las decisiones, la internacionalización de los espacios o la disipación de las instituciones, aunque pueden percibirse como fenómenos aparentemente dispares, responden a una lógica encaminada a restringir la participación y a diluir las instancias de poder, lo que ha favorecido claramente la posibilidad de llevar a cabo intervenciones de caracter expresamente discriminatorio y empobrecedor.

En segundo lugar, a la renuncia, que cada vez se hace más explícita y a veces sin ningún tipo de tapujos, a la naturaleza necesariamente desigual que deben tener las medidas, las políticas o las normas destinadas a tratar a los desiguales. Es posible comprobar cómo en diferentes campos del Derecho, lo que equivale a decir, en el entramado institucional al que deben sujetarse los comportamientos sociales, se introducen los principios a los que hice alusión más arriba. En unas ocasiones, como sucede en el Derecho Laboral, para renunciar a su carácter tuitivo y proponer sencillamente su inclusión en el aparentemente más «igual» Derecho Civil, que se entiende más libre e igualitario (Bustos 1997); o, en otras, asumiendo sin más la lectura eficientista que implica gigantescos costes distributivos (Montero y Torres 1998).

En tercer lugar, provocando una crisis profunda en los mecanismos e instituciones capaces de articular los intereses colectivos y de proyectarlos en estrategias operativas y exitosas. Así, a la idea conocida de que «a mercados segmentados, trabajadores divididos», le siguió la crisis de la sindicación, o la aparición de un universo de instancias de solidaridad «no gubernamental», justamente, cuando lo que se precisaba era una instancia «gubernamental», pues ésta era la que contribuía más decisivamente que nunca a provocar la fragmentación, la exclusión y el empobrecimiento.

¿De qué manera intervenir y dónde? En cuanto que sabemos que la desigualdad se genera y reproduce en muy diversos espacios, por utilizar la terminología de Sen (1995:147), y que «la igualdad en un espacio es acompañada por grandes desigualdades en otros», un requerimiento principal de las políticas frente a las nuevas expresiones de desigualdad es el de conjugar su acción en campos y dimensiones muy diversos de la vida social y económica, a diferencia de lo que había caracterizado a las políticas más tradicionales, centradas en el plano del ingreso y en el de la provisión de derechos y bienes públicos de caracter universal e incapaces de realizar transformaciones estructurales relevantes.

En particular, me parece que hay que tomar en consideración cuatro ámbitos principales y en donde deben darse estrategias como las que indico.

a) En el ámbito mismo de la definición y percepción social del problema de la desigualdad me parece que hay que atender al mismo tiempo a dos grandes presupuestos. Primero, que la exclusión y la pobreza que conlleva son expresamente rechazables cualquiera que sea el contenido preciso que quiera dársele al objetivo de igualdad que eventualmente se quiera alcanzar. Esto debe implicar que cualquier planteamiento coherente de lucha contra la desigualdad debe estar acompañado de la institución de mecanismos que provean de recursos de suficiencia, cualquiera que sea su clase y origen, a las personas y colectivos desfavorecidos. El segundo presupuesto, que es en realidad una derivación inmediata del anterior, se refiere a la necesidad de definir una nueva ecuación de realización personal y colectiva que esté principalmente vinculada a las consecuencias de una eventual pérdida de capacidades de realización, en lugar de basarse en la determinación de una dotación inicial de posibilidades. Dicho de una forma más expedita, se trataría de establecer menos estatus igualitaristas y prestar mucha más atención al establecimiento de frenos o límites a los procesos de desigualdad que terminan en pobreza, insatisfacción y frustración social.

b) En el ámbito de los procesos que provocan el empobrecimiento hay que plantear, sobre todo, estrategias que operen sobre sus causas. Hoy día es necesario y posible generar intervenciones contra la desigualdad estructural y excluyente sobre la base, en primer lugar, de políticas de demanda que incentiven el gasto de utilidad social, en segundo lugar, de medidas que proporcionen rentas garantizadas al conjunto de la población y, en tercer lugar, de un nuevo tipo de política de rentas que plantee no sólo las condiciones tradicionales relativas a niveles de salario y beneficio sino, además, otras que igualmente determinan la solución de reparto como el tiempo de trabajo, el equilibrio entre ocupación y paro, discriminación laboral, estabilidad, movilidad, etc. (Boyer y Dore 1994).

c) En el ámbito de las instituciones no puede renunciarse al papel activo del Estado, por muy necesario que sea, al mismo tiempo, plantear cuantas transformaciones eviten que actúe secuestrado por poderosos intereses corporativistas. Al Estado le cabe asumir la responsabilidad de garantizar las necesarias e irrenunciables infraestructuras sociales de bienestar y de asegurar la existencia de recursos suficientes para financiar los ingresos de subsistencia de toda la población. No tiene sentido, sin embargo, demandar solamente que la acción pública provea soluciones redistribuidoras de caracter más o menos paliativo, esto es, que articule cada vez más complejas y costosas «políticas sociales», cuando, al mismo tiempo, se soslayan las necesarias transformaciones estructurales a las que debe contribuir el Estado en una nueva condición de espacio para la acción colectiva. Como señaló con toda la razón Shreiner (cit. en OCDE 1985:205) «una economía que funcione bien, en la que se conjugue el pleno empleo, una distribución equitativa de la renta y una mejora del nivel de vida hará superfluas numerosas políticas sociales».

En particular, los estados deben jugar un papel esencial a la hora de conquistar la dimensión internacional como marco explícito de lucha contra la insatisfacción y la pobreza estableciendo un verdadero sistema de previsión social a escala mundial con suficientes y adecuadas redes de protección y mecanismos de vigilancia que las garanticen en cualquier lugar del planeta.

Pero, junto a una necesaria revitalización del Estado, las estrategias contra la pobreza y la exclusión no pueden ser efectivas si la sociedad no se dota, también, de instituciones civiles y estructuras de participación y contrapoder que permitan vigorizar el sentimiento de pertenencia, los vínculos de socialización solidaria y, en fin, que permitan que se produzca una verdadera regeneración antropológica, ya que hemos podido comprobar que la pobreza y la desigualdad no son, desgraciadamente, una sola situación de renta diferenciada sino, sobre todo, la última etapa de un camino lamentable hacia la alienación y la patología social más diversa.

d) Finalmente, aunque no por ello es menos trascendente, es muy importante mencionar la necesidad de que la exclusión y la pobreza se conviertan en referencia inexcusable de cualquier problema y de cualquier decisión social y económica. Los pobres y excluídos son, en una gran medida, desarraigados, individuos que han perdido sus coordenadas, personas sin lugar, sin condición y políticamente irrelevantes (VV.AA. 1990). Como ha dicho Galbraith, son tan sólo, y si acaso, «simples categorías administrativas». No son, en la mayoría de las ocasiones, ni tan siquiera ciudadanos. La sociedad que genera la pobreza y que excluye a los desheredados evita que estos fenómenos reviertan hacia ella misma como problema por el expedito procedimiento de situar a la pobreza en una especie de terreno de nadie, en un auténtico no-lugar que aparentemente nada tiene que ver con el espacio singularizado de los intercambios económicos.

Precisamente por ello, es necesario resituar el problema de la pobreza y la exclusión en el corazón mismo del discurso económico y plantearlo como el problema cardinal de las políticas económicas.

Es preciso, pues, avanzar por el doble camino de la formulación de alternativas y de la toma de conciencia. Aunque cuando se puede leer en el último Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD (1997:14) que sólo bastaría un 1% de los ingresos del planeta para erradicar la pobreza mundial y, sin embargo, la vemos aumentar cada día, queda siempre la duda de si lo necesario es perfilar con más refinamiento los planteamientos teóricos o contribuir, retomando la idea de Sen ya citada, a que se acelerae la rebelión social.

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