Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Estado de bienestar y sistemas públicos de pensiones: las razones de la 'crisis

En C. Ochando y otros «El sistema público de pensiones: presente y futuro» De. Germania». Valencia 1.997.

I. El Estado de Bienestar

Al finalizar la segunda Guerra Mundial se inició un proceso de enorme acumulación de capitales que proporcionó crecimiento económico y prosperidad durante un largo periodo, primero en Estados Unidos y después en las demás economías occidentales. La expansión de las actividades productivas de todo tipo y la obtención de niveles de beneficios elevados permitieron el suministro de una amplísima y remozada gama de bienes y servicios que hizo posible la satisfacción de necesidades cada vez más amplias y en todas las capas de la población.

En el campo occidental, Estados Unidos no sólo terminó la guerra con su aparato productivo y civil prácticamente intacto, a diferencia de otras potencias como Japón, Alemania o el Reino Unido, sino que disfrutó además del enorme poderío que proporcionaba el predominio comercial y la capacidad para financiar la reconstrucción de las economías aliadas.

A finales de los años cuarenta, por ejemplo, Estados Unidos, cuya población representaba el 6 por cien de la población del planeta, tenía un PNB equivalente al 50 por cien mundial, controlaba el 60 por cien de la producción de todo el mundo, el 32,5 por cien del comercio internacional, casi el 50 por cien del total de las inversiones directas extranjeras internacionales y disponía del 80 por cien de las reservas de oro existentes en el mundo.

A pesar de que las dispares posiciones de partida de las diferentes naciones del bloque occidental puede decirse que se produjo una coincidencia fundamental de intereses estratégicos entre ellas a la hora de establecer los mecanismos financieros y comerciales más efectivos para hacer posible la reconstrucción y la satisfacción de la enorme demanda que ésta generaba. Gracias a ello fue posible que se alcanzaran acuerdos sobre el régimen del comercio internacional y sobre los sistemas de pagos que al mismo tiempo que permitían multiplicar los intercambios consolidaba a Estados Unidos como economía dominante.

En agosto de 1944 se firmaron los acuerdos de Bretton Woods que consolidarían al dólar como moneda internacional de reserva. Un año más tarde se creaba el Fondo Monetario Internacional que establecería las normas del sistema monetario internacional y prestaría asistencia financiera y asesoramiento a los gobiernos, y en donde Estados Unidos vuelve a tener una posición de claro predominio gracias, entre otras cosas, a que se reservó el derecho de veto.

En el mismo año se constituyó el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (Banco Mundial) que facilitaría la inversión necesaria para la recuperación económica. En 1947 se firma el Acuerdo General sobre Aranceles de Aduanas y Comercio (GATT) que regulará el comercio internacional y ese mismo año se anuncia el Plan Marshall de ayuda financiera estadounidense a Europa. El Plan se iniciará un año más tarde cuando se constituye la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE) que canalizará sus ayudas y cuando se logra el I Acuerdo Intraeuropeo de Pagos, que culminará en 1950 con la Unión Europea de Pagos como mecanismo de compensación multilateral de los saldos comerciales y dotado de un sistema de crédito que permita su liquidación.

Todos estos organismos constituían el soporte institucional que permitía el predominio político de los intereses de Estados Unidos y los conformaba como gran potencia de la economía mundial.

En lo económico, eso se hacía posible gracias a que la actividad económica se organizaba por y para la fortaleza de la moneda norteamericana. El dólar era la única divisa que tenía el respaldo suficiente y, en consecuencia, podía ser automáticamente convertible en oro. Por ello, las operaciones comerciales de los países se realizaban en dólares y los bancos centrales no ponían objecciones para almacenar la moneda norteamericana para hacer frente a sus compromisos de pago.

Además, sólo la industria estadounidense estaba en condiciones de proporcionar una gran parte de los bienes y servicios que el resto del mundo demandaba. Eso permitía que Estados Unidos pudiera acumular superávits en su balanza por cuenta corriente suficientes para realizar enormes inversiones en los demás países.

Ambas circunstancias generaban una enorme demanda de dólares que cotizaba al alza su valor en los mercados y hacían posible la masiva penetración de capital norteamericano, tanto en forma de empresas multinacionales como de inversiones directas. Mientras que en 1925 las cien mayores empresas norteamericanas representaban el 34,5 por cien de los activos industriales mundiales, a finales de los años sesenta alcanzarían el 60 por cien.

La afluencia de capitales norteamericanos y la solidez del proceso de reconstrucción emprendido en el resto de las naciones propiciaron una expansión económica sin precedentes en el mundo occidental que se manifestó en índices de crecimiento económico superiores al 4,5 por cien y cercanos al 4 por cien en la producción per capita (que tiene en cuenta el incremento demográfico) para el conjunto de los países occidentales.

La economía norteamericana se convertía así en una auténtica locomotora que arrastraba tras de sí al conjunto de las economías occidentales.

Por su parte, éstas últimas generaban una demanda en continuo crecimiento y a ésta se le podía hacer frente de manera rentable gracias a que los sucesivos aumentos de la productividad permitían satisfacer, al mismo tiempo, las reivindicaciones obreras y el deseo de rentabilidad de las empresas. Y todo ello generaba un contexto de amplio consenso social gracias al cual el proceso de acumulación de capitales se llevaba a cabo sin demasiados conflictos sociales.

La amplitud de los mercados recién abiertos, las ganancias de productividad que era posible obtener con una clase trabajadora satisfecha por el alto nivel de empleo y por un nivel de salarios que le permitía descubrir por vez primera las bondades del consumo que comenzaba a hacerse masivo, los altos beneficios de los que disfrutaban las empresas y la disposición de energía y materias primas baratas eran el origen de unos auténticos años gloriosos que dieron lugar a lo que luego fue calificado como un verdadero «círculo virtuoso»: el aumento de la producción favorece una demanda creciente que hace posible la expansión de la producción que impulsa de nuevo la demanda…y así sucesivamente.

A lo largo de los años cincuenta y sesenta se consolida este estado de cosas y se permite alcanzar una situación social y económica que se ha conocido como Estado del Bienestar y cuyas características más importantes conviene comentar con algún detenimiento.

En primer lugar, se produjo un proceso de permanente expansión de la demanda. Inicialmente, este proceso vino desencadenado por la necesaria reconstrucción de las economías y las sociedades que habían padecido la guerra mundial. La construcción, las infraestructuras y el equipamiento doméstico constituyeron los ámbitos de inversión generalizada, a rastras de los capitales norteamericanos inicialmente y con los propios recursos europeos más adelante.

La presión poderosa de la demanda hacía posible que se realizase la producción sin problemas, lo que constituía el mejor estímulo para llevar a cabo nuevas y más potentes inversiones adicionales que garantizaban el pleno empleo y el mantenimiento de unos ritmos de crecimiento económico antes casi desconocidos en las economías occidentales.

Mientras que las empresas podían realizar su producción gracias al consumo masivo, se hacía necesario que los gobiernos se hicieran cargo a su vez del consumo colectivo y especialmente de una parte del salario en forma de salario social (educación, sanidad, enseñanza,…) que es gravoso para el capital privado pero cuya disposición es imprescindible para garantizar el ritmo de crecimiento y la contribución efectiva del trabajo a la producción.

Esa fue entonces la causa directa del nacimiento y expansión de un sector público que garantizaba la acumulación (haciéndose cargo de la inversión más costosa para el capital privado) y que favorecía, al mismo tiempo, la satisfacción y el clima adecuado de paz social.

Una segunda característica (muy importante como veremos después para comprender la causa de la crisis del sistema) fue que las líneas de producción se organizan para hacer frente a una demanda de esas características, es decir de consumo generalizado y masivo.

La producción de mercancías era una producción de grandes cantidades, de productos en serie, estandarizados y sin apenas diferenciación porque se destinaban a satisfacer la necesidad de un equipamiento hasta ese momento inexistente. Los productos eran útiles y demandados por sí mismos, dada la carencia previa de todos ellos. La calidad, por lo tanto, no era un requisito adicional especialmente necesario, como tampoco lo era la incorporación de valores añadidos por causa del diseño o la especificidad. La mejor publicidad de los mismos era su propia existencia y todo ello -unido a la amplitud de las series- abarataba considerablemente la producción y la distribución.

En tercer lugar, hay que tener en cuenta que, a pesar de la bonanza económica y de que el clima de paz social permitía la rentabilización de la producción y las alzas salariales, los ingresos del día nunca estaban en condiciones de permitir la adquisición de equipamientos duraderos de manera permanente. Y esto es extensivo tanto a las economías domésticas como a las propias empresas.

En su virtud se desarrolló un amplísimo y generalizado sistema de crédito -especialmente de crédito al consumo- que incentivó el endeudamiento gracias a que la estabilidad económica permitía mantener una política de tipos de interés muy atractivos.

Todo ello garantizaba, en cuarto lugar, que el clima social fuese de consenso y de ausencia de conflictos. Lo que luego se llamaría la sociedad del bienestar era la expresión de una situación en donde la aspiración del consumo era tan fuerte como para garantizar la disciplina laboral y colectiva en general que hacía posible que las reivindicaciones salariales (que no dejaron de darse) pudieran ser atendidas gracias a los aumentos -superiores- en la productividad.

Se puede decir, por lo tanto, que se trataba de un modelo de acumulación garantizado por el consumo generalizado, por los costes reducidos de los insumos productivos distintos del trabajo, por el pleno empleo y por el fuerte protagonismo del gasto público, todo lo cual hacía posible el mantenimiento de tasas de crecimiento prácticamente autosostenidas.

Gracias a todo ello, las alzas salariales no ponían en peligro los beneficios y eran, al mismo tiempo, la coartada más efectiva para lograr el consenso y el incremento permanente del consumo que autosostenía el crecimiento económico.

Naturalmente, todos estos cambios en las relaciones productivas ocasionaron también profundas mutaciones en las relaciones sociales. Las sociedades occidentales habían terminado exhaustas una guerra que había ocasionado cincuenta millones de muertos y cifras también millonarias de desaparecidos y de ciudadanos con todo tipo de secuelas. La rápida generación de empleo, el establecimiento de los niveles de salarios que permitían hacer frente con holgura a las necesidades domésticas más dispares y la universalización de los servicios públicos de toda naturaleza forjaron un tipo de ciudadano satisfecho con su destino y plenamente confiado en un estado de cosas que parecía garantizarle la satisfacción de todas sus necesidades.

Una sociedad bajo estas condiciones proporcionaba suficiente atractivo material para gozar de una elevada legitimación; y la posibilidad de garantizar el consumo masivo a través del salario era una razón sobrada para disciplinar el trabajo en los talleres y conseguir la paz laboral y la cooperación entre el capital y el trabajo necesarias para que pudieran conseguirse incrementos en la productividad sin provocar el empobrecimiento que había sido característico de épocas anteriores.

La fábrica podía dejar de ser el lugar de la rebelión para convertirse en el espacio de donde surgía el consenso que luego se convertía en la mayor de las tolerancias en la vida íntima y ciudadana.

A todos eso contribuyó muy eficazmente el que en estos años se iniciara, en el contexto de expansión del consumo ligado a la vida familiar, la producción y venta generalizada de aparatos de radio y televisión y, junto a ellos, de todos los soportes convencionales que permiten el uso y la distribución masiva de las mercancías culturales de todo tipo.

Se consolidaban así las industrias culturales que vivieron un proceso de expansión y capitalización impresionante a lo largo de los años sesenta y setenta.

Los productos culturales de todo tipo se incorporaban de esa forma al mundo del intercambio. Y ello fue un fenómeno de gran trascendencia, no sólo porque se abría una nueva vía de rentabilización de los capitales, sino porque, además, se ponían las bases para el control del consenso gracias a la uniformización de las mentalidades. Lo que fue posible gracias al consumo cultural generalizado de los productos banales que hacen que aparezca y se consolide lo que RIESMANN llamó el «espectro de la uniformidad».

II. Las sombras del bienestar capitalista

Las condiciones en que se procedía a la acumulación de capitales que acabo de señalar permitieron avanzar hacia la que se llamaría la «sociedad del bienestar», en la que gracias a la lucha contra el desempleo, a la provisión universalizada de bienes públicos y a la garantía de un nivel de vida mínimo para los ciudadanos todos estos podrían dar cuenta de sus necesidades y sentirse satisfechos.

Sin embargo, ni tan siquiera el alto ritmo de crecimiento económico, la paz social y el frenético impulso de una sociedad de consumo que centraba las expectativas ciudadanas en la disposición de mayor número de objetos podían ocultar las situaciones de desequilibrio, de desigualdad y de carencia que, a pesar de todo, se iban fraguando en el substrato de las economías. Y ello tendrá mucho que ver con lo que después sucediera.

Mercados concentrados, intercambios desiguales

La expansión económica de la postguerra no se llevó a cabo en las condiciones de libertad y competencia que los teóricos suelen considerar como propias de las economías capitalistas. Todo lo contrario. Ya desde la propia guerra (gracias a que los programas armamentistas fueron reservados a las más grandes empresas de entonces, lo que les permitió alcanzar mayores dimensiones y más capacidad de penetración futura en los mercados) y muy destacadamente a lo largo de los años cincuenta y sesenta se consolidó un enorme y vertiginoso proceso de concentración industrial en todas las economías occidentales. Así, mientras que entre 1929 y 1947 la participación de las cien firmas más importantes en el control de los activos netos de capital de la industria manufacturera en Estados Unidos había pasado tan sólo del 44 por cien al 46 por cien, en 1962 llegó a ser del 62 por cien.

Estos procesos de concentración provocan, como es evidente, una pérdida de competencia en los mercados, y favorecían la aparición de fuertes tensiones sobre los precios, ya que la empresa que goza de poder de mercado no ha de competir fundamentalmente a través de ellos. Además, van acompañados normalmente del fenómeno de la transnacionalización.

Las empresas nacionales poderosas que actúan en régimen de monopolio u oligopolio pronto suelen encontrar pequeños sus mercados nacionales y, puesto que disponen de economías de dimensión y recursos suficientes, pueden localizarse en diversos lugares, allí donde encuentren costes más bajos y mercados más amplios.

Al amparo de la liberalización de los capitales que hace posible la inversión internacional, y que había sido garantizada por los acuerdos que regulaban el comercio internacional a lo largo de los años cincuenta y sesenta, se generó una tupida red de intereses empresariales transnacionales. A su cabeza se encontrarían las empresas norteamericanas, cuya inversión exterior pasó de 11.000 millones de dólares en 1950 a 86.000 millones en 1971, llegando a suponer un 26 por cien del comercio internacional mundial en ese mismo año.

Esta creciente transnacionalización crea, como dijo HYMER una auténtica «clase capitalista internacional» cuyos intereses no pueden ser otros que tratar de organizar las relaciones económicas internacionales con el único objetivo de incrementar sus beneficios y para ello no dudaron en poner a su servicio a los organismos económicos internacionales.

Ambos fenómenos -sobre los que descansó el crecimiento económico logrado en los años gloriosos de la postguerra- contribuyeron a generar una dinámica de desequilibrio y de progresiva falta de competencia que provocaría, durante esos mismos años, la apertura de una enorme brecha entre quienes -dentro o fuera de las fronteras nacionales- estaban en condiciones de disfrutar de un poder de decisión privilegiado sobre los intercambios y los que, al quedar excluídos de la propiedad del capital, no podían ser dueños auténticos de su destino.

Esto último fue especialmente acusado en la relación entre las naciones más ricas y las más pobres o subdesarrolladas.

Indudablemente, el crecimiento económico de los países adelantados produjo un cierto efecto de arrastre sobre las economías más pobres. De hecho, el Producto Interior Bruto de América Latina y Africa creció a una media anual del 4,9 por cien entre 1950 y 1973, algo mayor incluso que el correspondiente a las economías occidentales más avanzadas en su conjunto. Sin embargo, si se tiene en cuenta el crecimiento demográfico, resulta que el Producto Interior Bruto per capita tan sólo creció a una media anual del 2,1 por cien, es decir, casi la mitad del índice correspondiente a los países occidentales más ricos.

Además, cuando se contempla de manera desagregada el crecimiento de las economías subdesarrolladas se comprueba que ese fue muy desigual según los distintos países que constituían lo que se llamó el Tercer Mundo. Y es que dentro de éste se incluían economías que lograron alcanzar pronto un cierto nivel de industrialización -como Corea del Sur, Singapur, Hong Kong, Brasil o Méjico- mientras que la mayor parte -India, Indonesia, Bangladesh… y casi toda Africa- pasaron a formar el Sur más pobre y desindustrializado.

Hay que tener en cuenta que el enorme crecimiento del comercio internacional de postguerra se realizó sobre las bases de un sistema de intercambios muy desigual.

Mientras que las economías del Norte desarrollado se especializaban en la producción de manufacturas, los países subdesarrollados no disponían de estructura industrial (ni de posibilidades de crearla en tanto pudieran ser competitivas con las de las potencias coloniales o ex-coloniales que no dejaron de tener una enorme influencia en los nuevos Estados) y eso les convertía en productores de materias primas cuyos precios de exportación evolucionaban permanentemente por debajo de los correspondientes a las manufacturas. Además, a partir de los años cincuenta se registró un proceso continuado de sustitución por los países desarrollados de las materias primas por productos sintéticos que, al reducir el volumen de transacciones, desequilibró aún más la balanza comercial entre ambos mundos.

De ahí que la relación de intercambio entre productos industriales del norte y materias primas del Sur fuese siempre favorable a los primeros y en perjuicio de los más pobres. Tan sólo entre 1951 y 1960 la relación de intercambio empeoró para los países subdesarrollados en un 16 por cien. Mientras que los precios de las materias primas subieron un 7,2 por cien, los de las manufacturas se elevaron un 24,8 por cien.

Por si eso fuera poco, el auténtico patrocinio que los organismos económicos internacionales ejercían a favor de los intereses de los países ricos favorecía la penetración de los productos del Norte y dificultaba la industrialización del Sur. Ayudando a consolidar las grandes áreas de influencia de las economías desarrolladas, permitían que los países ricos crearan mercados cautivos mediante el establecimiento de todo tipo de barreras proteccionistas, lo que provocaba, a la postre, que se desarrollara más el comercio entre los países ricos que entre éstos y los subdesarrollados.

Eso explicó que de 1950 a 1972 la participación de las exportaciones de los países subdesarrollados en el total mundial bajara del 31,2 por cien al 17,4 por cien, mientras que la relativa a los países occidentales aumentara del 60 por cien al 72,3 por cien. Lo que es especialmente grave si se tiene en cuenta que los países ricos dependen mucho menos de las exportaciones que los países pobres. Las exportaciones de Estados Unidos, por ejemplo, que en 1970 constituían el 16 por cien del total mundial, sólo representaban el 5 por cien de su PNB.

Desigualdad personal

A pesar de que el contexto doctrinario y político era de exaltación de los logros del crecimiento económico y del bienestar conseguido, algunos comenzaron a preguntarse «si el doblar el nivel de vida significa que aquellos que tengan un coche poseerán dos y que los que no tienen ninguno continuarán sin poseerlo». El más tarde Premio Nobel de Economía G. MYRDAL había notado que «la tendencia de los cambios en curso conduce a atrapar en la capa inferior de la sociedad una subclase de personas y familias desempleadas y gradualmente inempleadas y subempleadas».

Se daba por hecho en el discurso convencional que se había producido una gran redistribución de la renta y la riqueza, pero lo cierto era que la desigualdad social en el mundo era efectivamente palpable si se tiene en cuenta que, en 1963, al 10 por cien más pobre de la población mundial le correspondía el 2 por cien del consumo total, mientras que el 10 por cien más rico disfrutaba del 33 por cien.

Según un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Sussex y por el Centro de Investigación para el Desarrollo del Banco Mundial el 40 por cien de la población con menores ingresos disponía en 1971 tan sólo del 16 por cien del ingreso total en los países desarrollados y del 12,5 por cien en los subdesarrollados -en la mitad de estos el porcentaje se reducía al 9 por cien-.

Por otro lado, los estudios sobre la extensión de la pobreza en el mundo revelaban que ésta era un fenómeno extendido tanto en los países pobres -en mayor medida- como en los propios países ricos.

Tomando en consideración un conjunto de países cuya población representaba el 60 por cien de la del mundo subdesarrollado, AHLUWALIA calculó que si se tomase como «umbral de pobreza» unos ingresos anuales per capita de 75 dólares el porcentaje de población pobre en 1969 sería del 17,4 por cien en América Latina (42,5 millones de personas), del 57,2 por cien en Asia (499,1 millones), del 43,6 por cien en Africa (36 millones) y del 48,2 para el conjunto (578,2 millones).

En Francia y en Estados Unidos el nivel de pobreza sobre el total de la población venía a ser en 1962 del 20 por cien (10 y 35 millones de personas respectivamente); en Estados Unidos el 10 por cien de los ciudadanos más ricos ganaban 29 veces más que el 10 por cien más pobre; y en Francia la relación entre el ingreso de un trabajador con salario mínimo y el contribuyente medio de las 500 rentas más altas era de 180 a 1 en 1966.

Naturalmente, la desigualdad no se daba tan sólo en el ingreso. También en el patrimonio y en las propias condiciones de vida. Un 1 por cien de los adultos norteamericanos poseía el 73 por cien de las acciones en 1953, mientras que en Francia el 5 por cien de la población poseía el 40 por cien de la riqueza en 1966. En Francia la esperanza de vida de un adulto de 35 años era de 33,5 años si era un obrero y de 40,3 años si se trataba de un cuadro superior.

Se podría entonces concluir con JOLLY que «las diferencias absolutas y relativas en el ingreso per capita de los países ricos y pobres han aumentado invariablemente en las recientes décadas» y, a la vista de los datos señalados, considerar, en definitiva, que a lo largo de los «años gloriosos» de la economía capitalista y bajo el Estado de Bienestar más potente, «la expansión conseguida no es suficiente para eliminar la pobreza».

El Estado burocratizado

Finalmente, también hay que considerar algunas cuestiones relativas al papel de los Estados en este periodo de crecimiento. Es evidente que el protagonismo de las políticas gubernamentales de estímulo a la demanda agregada articuladas a través de la política fiscal de gastos e ingresos públicos, en la más pura ortodoxia keynesiana, permitió proporcionar un amplio abanico de servicios y bienes colectivos a la población. Como también es indudable que el acceso universalizado a la educación permitió una mayor movilidad social y las políticas de ingresos públicos más progresivas hicieron posible paliar en buena medida la desigualdad latente en las puras relaciones de mercado.

Si se considera que todo ello contribuye a aumentar el salario social (el que forma parte del ingreso familiar pero no es directamente obtenido a través de las relaciones de mercado) se puede decir que, principalmente en los países más avanzados, se realizó una importante redistribución de la renta, aún cuando ésta no lograse reducir la desigualdad global en la percepción de los ingresos finales.

Pero, desde el punto de vista de las relaciones entre el crecimiento y la distribución, no debe olvidarse que la política de redistribución no es sino una forma de mitigar, más que de eliminar, la desigualdad consustancial a un régimen productivo cuyo norte principal es el lucro y la ganancia privada. Y la magnitud de esa redistribución evidencia, precisamente, que el «bienestar» alcanzado (cuando éste se mide en términos de ingreso disponible) no era una cualidad intrínseca al modelo de crecimiento, sino el resultado de aplicar a éste un paliativo, más o menos eficaz según los casos, con el único fin de tratar de contener, a través de rentas indirectas, el desequilibrio distributivo que caracterizaba al sistema de generación de las rentas primarias o de mercado.

El mayor protagonismo de los sectores públicos permitía llevar a cabo políticas económicas que estimulaban el crecimiento económico mediante fuertes inyecciones de gasto público a la demanda agregada; pero no puede decirse que contribuyesen con éxito a la mayor eficiencia de las economías. Las administraciones públicas fueron conformándose como grandes aparatos burocráticos a cuyo alrededor conspiraban los poderes reales, configurándose así una auténtica «élite del poder» capaz de establecer sistemas proteccionistas para sus intereses privados que la mayoría de las veces no eran sino un pesado lastre para la iniciativa más competitiva y que con demasiada frecuencia sustituían a los mecanismos más eficaces de asignación y decisión económicas.

Bajo el peso de esa burocratización, el sector público de las economías occidentales se iba convirtiendo en un saco sin fondo, donde iban a parar las actuaciones no rentables para el sector privado, la protección social que reivindicaba permanentemente una población trabajadora que no la obtenía en el ámbito de la fábrica, y todo un ejército de funcionarios que hacían aumentar sin medida los desembolsos necesarios para que el aparato administrativo, sin los condicionantes de productividad propios de la iniciativa privada, ejerciera de aparente benefactor de la sociedad.

En particular, los gobiernos capitalistas (seguidos en ello muy de cerca por los del antiguo bloque socialista) jugaron un papel determinante en el impulso de la carrera armamentista que se desencadenó al socaire de la «guerra fría» y que absorbió ingentes cantidades de recursos. Estos fueron utilizados no sólo para su destino natural de la agresión militar, sino también como una auténtica variedad de política de demanda, lo que hizo que el Estado del Bienestar fuera también protagonista estelar de lo que se llamó la «economía de la muerte» o, simplemente, del «capitalismo del desperdicio».

Desde ese sector público que estaba irremisiblemente condenado a alcanzar cada vez menos eficacia se amparaba la falta de competencia, se protegían, más o menos veladamente, los monopolios y oligopolios, no se obstaculizaba, sino más bien todo lo contrario, la presencia y desarrollo de las empresas multinacionales y, gracias a todo un amplísimo sistema de transferencias y subvenciones de todo tipo, se permitía que la iniciativa empresarial privada se encontrase con igual o mayor protección de la que disfrutaban las familias y los trabajadores.

Además, la extensión de la actividad estatal tampoco llegó a implicar un auténtico avance en los mecanismos reales de decisión y participación ciudadana. Como decía HABERMAS, «el material privilegiado de la esfera pública construida es precisamente aquello que constituye la antítesis de su verdadero significado, es decir, la esfera privada…la verdadera esfera pública, la de la gran organización del Estado y de la economía está aparentemente privatizada». Los ciudadanos que constituían la clase de tropa de las «sociedades del bienestar» disfrutaban de un abanico, cada vez más amplio eso sí, de objetos. Pero la deificación del consumo los ensimismaba en una realidad virtual, la de las cosas, que es, sin embargo, ajena a la realidad de las grandes decisiones y, sobre todo, a aquella en donde se resuelve la cuestión del reparto.

El Estado, tras oligarquizar el sistema de representación política y gracias a la socialización de costes que lleva a cabo, se constituía entonces en un mecanismo privilegiado para privatizar el beneficio y, al mismo tiempo, para conseguir la legitimación de un orden de cosas donde la rebelión carecerá tanto más de sentido cuanto mayor sea la conformidad social lograda a través, también, de la socialización de los valores y de las lealtades.

El bienestar se presentaba como un privilegio generalizado, pero en realidad su contenido era distinto para los seres humanos según cual fuese el hábitat de su vida social: para unos, sólo un bienestar de las cosas que contenta al ser humano unidimensional (como diría PERROUX, el proceso social produce cosas, consumiendo hombres) y constreñido a no disfrutar de más felicidad que la que puede propocionar la disposición de objetos. Para otros, un bienestar radical que proporciona la apropiación privilegiada del beneficio.

III. El origen de las grandes rupturas: los orígenes de la crisis

A lo largo de los años setenta se va a producir una enorme crisis económica que alterará radicalmente los presupuestos que habían servido de base para la expansión anterior y que prolongará sus secuelas adversas a lo largo de los años ochenta y noventa.

Son muchas las explicaciones que se han querido dar a esta crisis larga y profunda. Entre ellas han destacado las que luego han servido de soporte a las políticas más conservadoras que dieron respuesta a la crisis desde el lado más privilegiado de la sociedad. Al amparo de los grandes medios de comunicación y protegidas por el calor de todos los poderes, las ideas conservadoras han tratado de hacer creer que esta crisis fue un episodio traumático, pero de origen muy momentáneo, resultado básicamente de la subida de los precios del petróleo ocurrida a partir de 1973 y de los altos costes salariales que debieron soportar también las empresas.

Sin embargo, esa es una explicación bastante reduccionista, muy limitada.

La verdad es que los síntomas de la crisis, y por tanto su propio desencadenamiento, se manifiestan mucho antes de que se produjese la subida en los precios del petróleo, los déficits públicos o la falta de inversión, y nunca de manera imprevista. La crisis fue larvándose a lo largo de los años sesenta, precisamente por el carácter contradictorio que había tenido la sociedad «del bienestar» que he analizado anteriormente.

A finales de los años sesenta las sociedades más sigificativas del mundo occidental ya comienzan a protagonizar fenómenos que señalan claramente la existencia de un profundo mal de fondo en sus economías y también en sus propias estructuras sociales.

En mayo de 1968 se había producido la revuelta estudiantil que estuvo a punto de hacer saltar por los aires el edificio institucional de la república francesa, en Estados Unidos se descubría el escándalo Watergate, los partidos socialistas se hacían con el gobierno en varios países, Grecia y luego Portugal se desembarazaban de las dictaduras, Allende ganaba las elecciones en Chile, la contracultura ponía en solfa los valores tradicionales… Y todo ello, mientras aparecían las primeras manifestaciones extensivas de marginación social y pobreza como consecuencia de que ya empezaba a haber muchos servicios públicos que no eran suministrados a los más pobres.

Estas situaciones de tensión social reflejaban, por un lado, el deterioro del clima de estabilidad social y, por otro, que dejaban de darse las condiciones del consenso que era necesario para la expansión económica bajo los presupuestos de los años anteriores cuando, como se había dicho, «la ambición era el diálogo social y la disciplina».

Pero estos años finales de la década muestran también signos inequívocos de que no sólo se deteriora el clima social. Los indicadores económicos comienzan a dar muestras de la flaqueza de los aparatos productivos, del desorden de los mercados mundiales y del inicio de una época de decadencia.

Estados Unidos había sufrido ya síntomas de decaimiento en la demanda. El Presidente Johnson decía en 1965 que «si la guerra no se hubiese acelerado el año pasado creo que estaríamos buscando ahora otras medidas para estimular la economía». Y, aunque las cifras de desempleo no comenzarían a aumentar significativamente hasta los primeros años setenta, sí se podía detectar ya que los fuertes aumentos de inversión no generaban, como antes, aumentos sustanciales del empleo.

Eso significaba que el aparato productivo comenzaba a mostrarse incapaz de proporcionar la expansión y el crecimiento de años anteriores. La rentabilidad de las empresas caía, y no sólo debido a los aumentos salariales, sino también a que el capital fijo no disponía de la necesaria versatilidad para hacer frente a los nuevos requerimientos del mercado. Así lo prueba, por ejemplo, que a principios de los setenta las tres cuartas partes de la inversión en investigación y desarrollo en Alemania (como en general, aunque quizá con proporciones más bajas en los demás países) se dedicara a «desarrollo de producto», es decir, a facilitar su colocación en el mercado y no a la instalación de nuevos equipos y maquinarias.

Frente a la menor rentabilidad, las empresas ya habían iniciado estrategias basadas en el endeudamiento, que alcanzaría magnitudes espectaculares. Así, mientras que en 1959 el volumen de crédito en la economía norteamericana había significado 69.200 millones de dólares, en 1971 alcanzó 1,56 billones.

En el orden económico internacional se observaba ya una profunda modificación que aventuraba no sólo nuevos protagonistas, sino también nuevos conflictos. De 1965 a 1973 la parte correspondiente a Estados Unidos en las exportaciones mundiales caería 4,7 puntos, mientras que aumentaba el peso del resto de economías occidentales: Alemania (+2,5), Japón (+2,4), Paises Bajos (+0,7), Francia (+0,5) o Bélgica (+0,3). Y ello, en todo caso, en un contexto de contención de los intercambios mundiales totales, pues de hecho, la tasa de crecimiento del comercio mundial disminuyó cuatro puntos en ese periodo.

Estados Unidos comenzaba a ser consciente de que su economía mostraba ya debilidades en la segunda mitad de los sesenta y que el orden económico que nacía al amparo de la mayor presencia de sus competidores le obligaría a diseñar nuevas estrategias de penetración en los mercados si quería mantener el privilegio y la potencia que había adquirido años antes: entre 1965 y 1973 había podido mantener un enorme volumen de inversiones en el extranjero, como indica el que su valor aumentara de 31.830 a 133.168 millones de dólares. Pero ya había comenzado a tener grandes problemas para poder financiarlas.

También es evidente que en estos años (y mucho antes de la «crisis» del petróleo) habían empezado a manifestarse una enorme inestabilidad financiera y los fuertes desequilibrios monetarios que luego harían saltar el Sistema Monetario Internacional.

Todo ello provocaba que los ritmos de crecimiento se desaceleraran, en algunos casos, de forma muy notable. En 1971 el crecimiento de la actividad industrial en los países de la OCDE fue del 3 por cien, la mitad del correspondiente al decenio anterior; el incremento anual de la Formación Bruta de Capital entre 1970 y 1972 pasó del 7,1 por cien al 3,6 por cien y, naturalmente, eso afectaba de forma inmediata al crecimiento del propio Producto Interior. Estados Unidos ya tuvo una tasa de crecimiento del PIB negativa en 1971 y bajó dos puntos para el conjunto de la CEE.

En conclusión resulta, por lo tanto, una simpleza afirmar que la gran crisis de los años setenta fue originada simplemente por la subida de los precios del petróleo. La gran sacudida que sufren las economías capitalistas a lo largo de estos años no puede ser entendida sin analizar los fenómenos que se estaban generando en el modelo de crecimiento y distribución en que se había basado la expansión anterior. Analizaré a continuación los más influyentes.

La saturación de los mercados.

Como ya he señalado, el enorme crecimiento económico de la postguerra se basó fundamentalmente en la producción masiva y estandarizada de bienes duraderos que encontraban una demanda insaciada de manera permanente.

La oferta en continuo crecimiento fue posible porque a su vez se producía un incremento duradero del consumo de masas. Este quedaba garantizado por el alza de los salarios reales o por la multiplicación del crédito al consumo.

Los salarios reales no habían dejado prácticamente de crecer en los años gloriosos, gracias a las ventajas de productividad de la que disfrutaban las empresas y al empuje y fortaleza que el pleno empleo siempre da a los movimientos obreros. Así, de 1950 a 1970 los salarios reales subieron un 62 por cien en Japón, un 63 por cien en Italia, un 58 por cien en Alemania, un 45 por cien en Francia o un 31 por cien en Estados Unidos.

Al consumo privado se añadían los enormes gastos militares. Según LEONTIEFF y DUCHIN las cifras de gasto militar en el mundo se duplican entre 1951 y 1970. El gasto militar estadounidense representaba el 1,3 por cien del PNB en 1938, el 5,1 por cien en 1950 y el 8 por cien en 1970. Y a ello habría que añadir el gasto público expansivo como consecuencia de lo que señalé en los capítulos anteriores.

Sin embargo, esa dinámica de consumo masivo iba a tener unos límites infranqueables, hasta el punto de que a principios de los años setenta, como dice WEE, «se llegó a una saturación del mercado».

Las razones de esta saturación fueron muy diversas.

En primer lugar hay que tener en cuenta que ya a finales de los años sesenta se habían comenzado a generar los primeros volúmenes importantes de desempleo, marginación y pobreza. Como dice KATONNA, «los que más compran son los más insatisfechos» y eso significará que la pérdida de ingresos de las capas sociales con menos rentas y con mayor propensión media al consumo (es decir, que dedican a éste una proporción mayor de su renta) afectará de manera más decisiva a la contracción del consumo total.

Ciertamente, la caída importante del consumo no se da hasta ya entrados los años setenta pues se produce el efecto que había sido analizado por DUESENBERRY: los consumidores ajustan su gasto a la renta pasada que había sido mayor. Pero tal comportamiento terminaría agudizando el problema de endeudamiento que analizaré después.

A la saturación contribuye, en segundo lugar, el agotamiento del propio sistema productivo.

Con la base tecnológica existente, la producción en serie y masificada se puede llevar a cabo y multiplicar sin límite a bajo coste y con mucha facilidad. El problema es que en las economías capitalistas se produce según la previsión de la demanda que realizan los empresarios, pero no existe ningún mecanismo que garantice el ajuste general entre la oferta y la demanda globales. Mientras que haya demanda, el mecanismo de la producción opera sin descanso y con rentabilidad, pero cuando la demanda cae se produce un fenómeno de sobreproducción.

En tercer lugar, porque, precisamente para hacer frente a estos riesgos, se hace necesario abrir la producción a nuevos sectores y nuevos productos. Los capitales acuden entonces hacia los más rentables, pero también éstos son los que primero padecen una sobrecapitalización, es decir, una dotación desproporcionada de capitales en busca de nuevas franjas de demanda.

La expansión había sido posible porque fue relativamente fácil abrirle paso a los nuevos productos en mercados vírgenes. Pero a medida que la demanda se va saciando, la capacidad de inducir nuevas variedades de necesidades para los mismos productos, o incluso nuevos productos para viejas necesidades, se va limitando también.

A lo largo de los años sesenta esas posibilidades fueron haciéndose cada vez más reducidas, más costosas y, en consecuencia, más arriesgadas: «se agotaron las posibilidades de una mayor diversificación y racionalización en las industrias manufactureras de los países industriales tradicionales».

Finalmente, todo ello provoca un efecto perverso. Cuando las empresas se enfrentan a la saturación dedican preferentemente sus inversiones a mejorar el producto o a diferenciarlo. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo el 31 por cien de los gastos de inversión realizados entre 1957 y 1966 se dedica a inversión industrial propiamente dicha. Pero eso llevaba lógicamente a que se deteriorase la dotación para inversiones de base productiva. De hecho, de 1967 a 1975 los gastos globales en inversión industrial en los once países más importantes de la O.C.D.E. no crecieron en absoluto tan fuertemente como lo hicieron en la fase expansiva anterior.

Eso quiere decir que se había llegado al límite de las posibilidades de la base tecnológica del sistema. Con ella se podía generar una producción masiva y estandarizada a bajo coste para el consumo de masas. Pero éste ya comenzaba a dejar de serlo.

Cuando se produce la saturación del mercado interior, las empresas tratan entonces de tomar posiciones en otros mercados. Pero en esa estrategia ya no van a estar solas las empresas norteamericanas. Van coincidir, a lo largo de los años sesenta, las empresas norteamericanas y también las europeas y japonesas que, tras la reconstrucción de sus economías, habían comenzado a tener la dimensión y la capacidad productiva suficiente para lanzarse a los mercados internacionales.

Se origina entonces un marco de competencia internacional mucho más fuerte y aparece lo que podríamos llamar el «imperativo exterior» que obliga a que las empresas con necesidad de situarse en los mercados exteriores tengan que procurar que sus costes se reduzcan al máximo. La presión permanente de los salarios y la enorme subida de los costes energéticos serán un escollo principal de esta estrategia.

El mercado exterior, que antes era la fuente de grandes yacimientos de beneficio, se encontraría sometido ahora a una fuerte competencia internacional y ésta iba a ser el caldo de cultivo de la crisis: expulsa a las empresas más débiles y, como es lógico, favorece el protagonismo de las transnacionales que están en condiciones más ventajosas de relocalizarse en el mercado internacional.

El endeudamiento generalizado.

A lo largo del proceso de expansión se produjo una incorporación masiva al consumo de las capas sociales más diversas y un incremento grandioso del comercio internacional. Pero los ingresos que se generaban no eran suficientes para mantener la demanda de bienes y servicios privados y la provisión de bienes públicos y, al mismo tiempo, para suministrar los recursos necesarios para sostener la maquinaria productiva.

Por eso, el recurso al endeudamiento fue una tónica permanente y que tuvo tanto una dimensión interior como exterior. Como ha escrito «todo el sistema dependía de la ampliación del crédito al consumidor, del crédito hipotecario para adquisición de vivienda y de lo que podría llamarse «crédito social», es decir, déficit del estado para financiar la transferencia de pagos, servicios sociales y facilidades para el consumo colectivo».

Algún autor ha señalado que «la sociedad de consumo era una sociedad de crédito» pues, realmente, por mucho que hubiera podido crecer el poder adquisitivo, éste no era suficiente para satisfacer la oferta.

Pero la extensión del crédito tuvo efectos muy importantes y directos sobre la estabilidad del sistema económico.

Por un lado, multiplicó la oferta de activos no reales y de servicios de intermediación financiera. AGLIETTA, por ejemplo, ha puesto de manifiesto que, entre 1945 y 1970, el Producto Nacional de Estados Unidos aumentó el 190 por cien, la producción industrial el 200 por cien y el capital para la intermediación financiera o que busca invertirse en mercados financieros se elevó un 750 por cien.

Uno de los problemas que esto ocasiona es que, dado que el crédito se destinaba principalmente al consumo, se producía una escasez relativa de fondos ahorrados que financien la inversión real.

Así lo destacaba THUROW al indicar que, ya en 1975, la mitad de los servicios prestados por la banca y el seguro de los Estados Unidos estaban destinados a consumidores individuales: «con nuestra baja tasa de ahorros y el elevado uso de crédito al consumidor, los Estados Unidos tienen un sistema bancario excelente cuando se trata de servicios al consumidor. Lo que necesitamos son fondos de inversión a largo plazo».

Pero el endeudamiento tiene también una segunda dimensión internacional.

Los primeros años de la expansión tuvieron en Estados Unidos a su principal protagonista. Era el único país con capacidad para generar una oferta potente, lo que le permitía inundar con sus productos los mercados exteriores. Además, disponía de una fortaleza financiera que le facilitaba realizar inversiones en los demás países occidentales. Pero la situación iba air cambando con el tiempo.

Por un lado, las empresas europeas y japonesas comenzaron a aventajar a las norteamericanas en productividad. No sólo se hicieron con sus mercados, sino que compitieron en otros países con la industria norteamericana. Mientras que en 1950 las exportaciones de Estados Unidos suponían el 18,4 por cien del total mundial, en 1970 habían descendido al 15,5 por cien y su parte en el mercado mundial pasaba del 22,2 por cien en 1965 al 19,2 por cien en 1970. Su situación comercial con el exterior se fue empeorando gravemente desde 1968 y en 1971 su balanza correspondiente presentará déficit.

A ello se añadió el incremento de las inversiones directas de Estados Unidos que proporcionaban alta rentabilidad y cuyos beneficios se repatriaban cada vez en menor medida, los préstamos que realizaba al Tercer Mundo y los crecientes gastos militares que efectuaba para hacer frente a las guerras en que se veía involucrado (Corea, Vietnam,..).

Cuando aparecen los déficits como consecuencia de todo ello, Estados Unidos debe financiarlos con el oro que acumulaba, lo que provoca que sus reservas disminuyan de 24.000 millones de dólares en 1950 a 11.000 millones en 1970.

Además, a medida que las demás naciones ven fortalecerse sus economías tienden a rechazar al dólar como reserva y a preferir acumular oro (el 4 de agosto de 1971 el General de Gaulle convirtió en oro 191.000 millones de dólares de las reservas francesas de dólares). Eso irá socavando gradualmente la cotización de la divisa norteamericana y su respaldo en oro, al mismo tiempo que se fortalecen las de los países que compiten más duramente con Estados Unidos. Todo ello genera un clima de inestabilidad monetaria que se resuelve siempre en una gran especulación.

El sistema estaba llamado a quebrar, pues el dólar no podía mantenerse y aceptarse como moneda internacional de reserva. Cuando el Presidente Nixon suspendió su convertibilidad en 1971 y más tarde tuvo que devaluar, la suerte del Sistema Monetario Internacional y, en general, del sistema económico establecido en Bretton Woods estaba cantada, pues, como anunció P. REYNAUD, «cuando Estados Unidos sufre un resfriado, Europa tiene una pleuresía».

Lo que interesa destacar aquí es que la situación a la que había llevado el endeudamiento exterior norteamericano produce efectos muy importantes que condicionan la evolución futura de la economía y las finanzas internacionales.

En primer lugar, la creación incesante de reservas, lo que daría lugar a una hipertrofia de la circulación monetaria. En el contexto de una crisis cambiaria, los poseedores de liquidez tienden a salvaguardar sus activos, lo que incentiva la especulación generalizada. Mientras que en 1951 el total de reservas totales en el área del Sistema Monetario Internacional era de 50,7 miles de millones de dólares, a finales de 1971 alcanzaron los 123,2 miles de millones. En 1951, las reservas totales de dólares aumentaron un 1,1 por cien, durante 1971 un 43,6 por cien.

En segundo lugar, la enorme disposición de reservas permitía que se multiplicara el crédito. Como dice SAMPSON «los bancos tenían prisa por prestar». Y eso fue lo que hicieron. En particular, e incluso con tipos de interés reales negativos, a países del Tercer Mundo, siempre necesitados de recursos financieros externos. No es difícil adivinar lo que sucedió una vez que se modifica la tónica, cuando los tipos de interés se elevan y la deuda, en lugar de ser una dávida, se convierte en un auténtico regalo envenenado.

Por último, la crisis del Sistema Monetario Internacional y la multiplicación de los medios de pago va acompañada lógicamente de un protagonismo mucho mayor de las instituciones privadas. A finales de 1967 los mercados financieros servidos por los bancos de negocios sólo representaban el 12 por cien de la deuda pública exterior, a mediados de los años setenta habrían alcanzado el 50 por cien. Y la mayor presencia de activos controlados por agentes privados en los mercados financieros provocará, por un lado, una menor capacidad de gestión de los gobiernos y, por otro, una gran inestabilidad asociada a la mayor especulación que se deriva de sus movimientos dirigidos a lograr la más alta rentabilidad posible.

La crispación social.

La que se llamó la «cultura del más», propia de aquellos años y que era el resultado del consenso fordista, del Estado Benefactor y permanente suministrador de bienes públicos, de la publicidad y de la expansión del crédito, provocó también un auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral (naturalmente, en una sociedad escindida).

Ya lo había advertido años antes KALECKI, no puede esperarse que el pleno empleo se consolide como una situación permanente en las economías capitalistas pues lleva consigo el envalentonamiento de los trabajadores. En esa situación, decía, «el despido dejaría de desempeñar su papel como medida disciplinaria. La posición social del jefe se minaría y la seguridad en sí misma y la conciencia de la clase trabajadora aumentaría. Las huelgas por aumentos de salarios y mejores condiciones de trabajo crearían tensión política».

Y, efectivamente, gracias a la seguridad que proporcionaba disponer de una gran oferta de puestos de trabajo, se multiplicaban las demandas salariales, se perdía la disciplina en las fábricas y se generaba la rebelión de los trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y más protección que al amparo del consenso se les había ofrecido. Era la gran contradicción de ese estado de cosas: los mismos fenómenos que hacían posible que los asalariados se mantuviesen fieles al sistema, ocasionaba su «exceso de confianza», las reivindicaciones y que se terminara llegando a límite de lo permitido..

Pero esa relajación laboral (con un coste de oportunidad muy bajo para el trabajador cuando no hay apenas desempleo) y la pérdida de la medida en las reivindicaciones salariales (cuando la subida de salarios no respeta la evolución de la productividad) deteriora el equipo productivo y reduce drásticamente su eficacia, hasta el punto en que los beneficios comienzan a estar amenazados.

La situación se hace mucho más crítica en los sectores que emplean más mano de obra y los que utilizan la energía de forma intensiva. Pero dado que esta había sido precisamente la tónica en el desarrollo industrial del modelo de posguerra, es fácil imaginar hasta qué punto la crisis de productividad y de costes se iba a convertir en algo generalizado en las economías occidentales.

En este contexto, los gobiernos no sólo mantenían el ritmo de gasto, sino que al producirse desempleo, al incorporarse al mercado laboral nuevas franjas de la población activa y al verse en la necesidad de reducir (bien de forma automática o discrecional) los ingresos corrientes, incurrían en déficits públicos cada vez más elevados. Cuando comienza a existir más paro y menos cotizaciones y cuando cae la actividad económica y se recauda menos sin que se restrinja el gasto, el déficit público se dispara.

En suma, había sido el propio desenvolvimiento del modelo de acumulación de postguerra el que llevaba consigo la crisis del sistema. Eran necesarios nuevos espacios productivos y nuevos productos; para ello habría que disponer de otros instrumentos de actuación y de formas diferentes de garantizar la legitimación de lo que se hiciera. Es decir, se tendría que modificar la economía, pero también la política y los valores sociales.

La caída de los beneficios, expresión auténtica de la crisis

Todos los fenómenos anteriores vienen a confluir en un resultado principal: la caída de los beneficios.

La proporción correspondiente a los salarios y las cotizaciones sociales en el total de las rentas no había dejado de aumentar en los años anteriores de expansión. Lógicamente, a cuenta de las retribuciones del capital.

Para el conjunto de los siete países más importantes de la OCDE, la proporción llegaría a ser en 1982 del 73 por cien para el salario y del 27 por cien para el beneficio. En Estados Unidos, la tasa de beneficio neto (después de amortizaciones e impuestos) cayó del 12,7 por cien en 1966 al 3,5 por cien en 1975. En Francia, la relación entre el valor añadido y el capital invertido disminuyó un 1,6 por cien anual entre 1973 y 1980, mientras que entre 1964 y 1973 había aumentado a un ritmo del 0,5 por cien anual.

Se trata, pues, de una auténtica disminución de la rentabilidad del capital cuyas causas se pueden resumir en tres factores.

En primer lugar, que no se podía vender toda la producción que el sistema estaba en condiciones de generar al haberse saturado los mercados y alcanzado un límite insostenible en el endeudamiento.

Como sabemos, a medida que había ido aumentando el poder adquisitivo de las clases asalariadas se elevaba también su consumo, lo que a su vez estimulaba la apertura de nuevos horizontes a la producción. Pero mientras no se modificara la variedad de los productos no habría forma alguna de seguir realizando la misma producción: a principios de los años setenta el 99 por cien de las familias estadounidenses poseían televisión y en 1977 ya había en Estados Unidos un automóvil por cada dos ciudadanos. Aunque, naturalmente, esa situación no era extensible a todos los productos y a todos los países, da una idea bastante expresiva del grado de saturación alcanzado.

En segundo lugar, que es entonces necesario modificar la estrategia de competencia entre las empresas.

Como dije, la relación salarial constituía la base del sistema de acumulación y eso provocó que el propio salario se hiciese una categoría compleja, ocasionando, entre otras cosas, la aparición de muy diferentes estratos de asalariados que, lógicamente, se correspondían con segmentos también distintos de consumidores.

Para satisfacerlos se había ido haciendo preciso modificar la gama de los productos, aumentar su variedad procurando la mayor diferenciación posible de la oferta.

A eso había contribuído también el proceso ya comentado de progresiva concentración y la aparición de mercados oligopolizados. En estos mercados se producen lo que SYLOS-LABINI llamó «discontinuidades técnicas» que engendran «una estructura industrial…congénitamente incompatible con la competencia de precios». Y, además, como había señalado también CHAMBERLAIN (1956), la concentración y el establecimiento de barreras de entrada en los mercados iría de la mano de una mayor competencia a través de la calidad o la diferenciación.

Pero esta dinámica requiere crear continuamente «nuevas necesidades» como forma de mantener un elevado nivel de actividad y, consiguientemente, de ganancia. Este proceso conduce a la búsqueda permanente de nuevas envolturas o apariencias externas de productos idénticos o similares para que puedan aparecer como capaces de satisfacer necesidades distintas.

Sin embargo, la tecnología existente y típica del fordismo proporcionaba las bases de fabricación de una gran cantidad de un mismo producto y de una sola vez. De hecho, transformó la demanda de bienes similares entre sí en la demanda de un único producto estándar. Como dijo Ford ante la salida del modelo Ford T, «todo cliente podrá tener el coche del color que prefiera con tal de que lo prefiera negro».

En consecuencia, la diferenciación bajo ese régimen resultaba no sólo muy difícil sino que además era muy costosa. En definitiva, no era rentable.

En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, sucedía que la productividad de los factores utilizados disminuía progresivamente.

Mientras que la productividad total del capital y el trabajo había mantenido un ritmo de crecimiento anual del 2,9 por cien antes de 1973, a partir de este año y hasta 1988 será del 0,7 por cien anual. La productividad del trabajo que había aumentado a un ritmo anual del 4,2 por cien antes de 1973, no alcanzaría sino el 1,5 por cien entre esta fecha y 1988.

Sucedía, simplemente, que a lo largo de los años sesenta, mientras se producía la expansión, el capital había «vivido de las rentas» (tecnológicas), sin apenas modificar la base material del sistema. La tasa de innovación del sistema para el mundo en su conjunto durante estos años fue menor que en cualquier década desde los años veinte y «significativamente menor» que la correspondiente a los treinta y cincuenta. De hecho, el 34 por cien de las máquinas herramientas existentes en Estados Unidos en el periodo 1973-1979 tenían más de 20 años de antigüedad y sólo el 31 por cien menos de diez años.

Estas tres circunstancias provocaban una situación que podríamos calificar de pintoresca, si no fuera porque por su causa se producirá una depresión económica de gran envergadura: había capacidad suficiente, pero no era utilizada porque no era la más adecuada para lograr vender lo que podía producir. Se necesitaba más inversión para modificar la base productiva, pero no se llevaba a cabo porque la escasa rentabilidad la hacía insuficientemente atractiva, arriesgada y muy costosa en términos de coste de oportunidad, al haberse multiplicado las posibilidades de ganancia a través de la especulación o la intermediación financiera.

IV. La estrategia del recambio

Todas las circunstancias que acabo de señalar darán al traste de forma generalizada, con mayor o menor virulencia, con mayor o menor amplitud, con los presupuestos básicos en que se había sustentado el Estado social o del bienestar en las economías occidentales.

La situación resultante se podría resumir en tres grandes fenómenos que explican la evolución de los hechos a lo largo de los años ochenta y noventa.

En primer lugar, la crisis de la producción. La saturación de los mercados de consumo en masa, la indisciplina y la relajación laboral y la caída en la productividad llevan a la pérdida de rentabilidad que paraliza la inversión y pone en peligro al principal soporte del sistema de mercado, el beneficio privado.

En segundo lugar, la crisis financiera. Frente a la hipertrofia de la circulación monetaria, el endeudamiento generalizado y los desajustes macroeconómicos como la inflación, el desempleo o los déficits públicos, las políticas tradicionales para el gobierno de la economía resultarán inútiles y paralizantes.

En tercer lugar, la crisis del consenso social. Cuando la productividad ha caído y cuando no sólo está sin garantizar el salario, sino incluso el propio puesto de trabajo, el consumo deja de ser el cemento integrador que hace posible la armonía social. Millones de desempleados y trabajadores en precario no pueden ya conformar el universo autocomplaciente de los consumidores insaciables. Son despedidos del mercado y la satisfacción legitimadora a través del consumo ya no puede servir como reguladora de las relaciones sociales ni como armonizadora de intereses en conflicto.

Cuando se quiere salvaguardar el sistema establecido son necesarias respuestas que aborden estas tres dimensiones de la crisis. O lo que es lo mismo:

– Para hacer frente a la crisis de la producción, dotar al sistema de una nueva base tecnológica que proporcione nuevos productos y formas de organización de la producción y el trabajo más eficientes, rentables y capaces de enfrentarse airosamente a las nuevas exigencias de las ventas en unos mercados saturados.

– En relación con la crisis financiera, articular nuevas formas de intervención política para hacer frente al endeudamiento y a la aparición de nuevas formas de beneficio en el ámbito momentario, modificar el papel del Estado en la vida económica y social. Es decir, nuevas políticas económicas y un nuevo escenario en donde se resuelva el conflicto permanente entre la demanda de recursos para el interés privado y el gasto público destinado a satisfacer necesidades colectivas.

– Y para alcanzar un nuevo y necesario clima de legitimación social, instaurar un nuevo esquema de valores, una definición distinta de las aspiraciones colectivas en el interior del sistema para evitar que los ciudadanos frustrados en su satisfacción caigan en la tentación de obtenerla fuera del mismo.

Para que todos estos cambios se realizasen sería también necesario un nuevo diseño de los fines y los instrumentos de las políticas económicas, así como una nueva filosofía social del individualismo y la competencia que pronto debería ser difundida con inusitado vigor desde el stablishment académico, cultural y político.

Para garantizar la mayor libertad posible de actuación de los intereses más poderosos nada mejor que rechazar cualquier mecanismo de provisión y asignación distinto al mercado, institución abstracta que, bajo la apariencia de igualdad, oculta en realidad a oligopolios y monopolios con gran poder para imponer condiciones de intercambio.

Igualmente, habría que procurar poner a disposición del interés privado la mayor cantidad posible de recursos. Para ello se podrían diseñar programas de reprivatización que, sin embargo, no debían suponer más competencia y menos Estado, sino un nuevo reparto de intereses entre lo público y lo privado más rentable para éste último.

Como tampoco el Estado debería renunciar a establecer las condiciones generales del intercambio por medio de la regulación de la vida económica. Se debería proponer, sin embargo, una generalizada «desregulación» que consistiera en una regulación de distinto tipo, o como se ha dicho, con diferente ética, pero nunca que llevara consigo la negación de la función de arbitrio que el sector público asume para intervenir en el conflicto entre intereses colectivos y privados.

Como un último corolario, sería preciso reformular el alcance de la propia política económica y replantear el protagonismo de cada una de ellas.

El protagonismo de la política fiscal de raiz keynesiana será rechazado por su menor capacidad para operar en la oferta y por sus inevitables connotaciones redistributivas. Por el contrario, la política monetaria cobrará un vigor inusitado, para poder regular el nuevo ámbito de lo monetario y para ganar cotas de autonomía frente a los poderes democráticos.

Pero estos cambios fundamentales no podrían tener éxito alguno si no se asumía por los agentes sociales una forma distinta de contemplar los fenómenos sociales.

Si no adoptan una perspectiva diferente del bienestar colectivo basada en la idea de que no existe más responsabilidad social que la derivada de los actos individuales, por ejemplo, difícilmente se puede asumir las ventajas del mercado frente a la protección colectiva.

Se hacía necesario entonces generar grados suficientes de conformidad y sumisión que permitieran legitimar la mayor escisión social que provocarían las respuestas que se preparaban frente a la crisis. Era la única forma de evitar la rebeldía frente a la insatisfacción o la contestación ante el bienestar frustrado de la mayor parte de los ciudadanos.

Pero, puesto que iba a haber menos horas de trabajo necesarias, habría menos trabajadores empleados y, en consecuencia, con recursos suficientes para encontrar su satisfacción dentro del sistema productivo. Y, además, el Estado se vería obligado a renunciar a la generación permanente de salario social. La existencia de millones de pobres, de parados o marginados no va a permitir alcanzar el consenso desde la producción, desde la fábrica. NLo que quiere decir que no se podría frenar la rebeldía natural que provoca una sociedad desigual tan sólo haciendo funcionar al máximo los aparatos productivos, porque ahora quienes pudieran rebelarse no están en condiciones de disfrutar de sus logros, como sucediera antaño. Y porque, incluso en ese caso, orientados los mecanismos redistribuidores hacia la recuperación de las ganancias de capital en detrimento de las rentas del trabajo, la desigualdad irá en aumento y cada vez serán más numerosos quienes no disfrutan del consumo.

Por lo tanto, no puede haber más consenso que el de la sumisión, bien a través de la generación de vínculos autoritarios de regulación social que la fuercen, bien a través de la aceptación de la individualidad, de la competencia y del posibilismo como expresión más sublime de los comportamientos humanos.

Cuando la insatisfacción del conciudadano es evidente, la rebeldía y el rechazo sólo se pueden evitar si se moldea un ser humano ensimismado, egoísta e insolidario y que no atiende a más estímulo que el de su satisfacción personal. Cuya atención es permanentemente reclamada desde todo tipo de fuentes para hacerle creer que la satisfacción depende del esfuerzo individual y no del tipo de organización social; fomentando para ello la quimera del éxito individualista y el temor al fracaso que conlleva la acción colectiva, y aislándolo comunicacional e incluso físicamente de sus seres humanos más próximos.

El renacimiento del viejo liberalismo enterraría la pretensión de conjugar la libertad con la igualdad y la democracia formal con la satisfacción social. La renuncia, la condena y desincentivación de todo lo colectivo permitirán recobrar la práctica social más hedonista que evita la mirada del conciudadano insatisfecho, mientras que una turba de medios de comunicación se encargarán de popularizar la quimera de que es el esfuerzo individual lo que puede llevar al éxito y a la satisfacción sin medida.

El problema sería que el camino para conseguir modificaciones tan profundas en la economía, en la sociedad y, en consecuencia, también en la política no iba a ser un camino de rosas. Por el contrario, estaba preñado de grandes dificultades, pues en la senda de esas transformaciones se iba a producir, sobre todo, el conflicto derivado de alterar la pauta de reparto para favorecer la necesaria redistribución de las rentas a favor del capital.

V. Las políticas frente a la crisis: del inútil keynesianismo a las políticas de ajuste.

Durante los «años gloriosos» de la expansión las economías habían transcurrido (independientemente de las contradicciones inherentes a esa dinámica que ya comenté) por la senda de una rentabilidad suficiente, de la estabilidad macroeconómica y del empleo necesario para ocupar prácticamente al total de la población activa.

Gracias a esa inercia se garantizaba que la dinámica de las inversiones fuese casi autónoma, pues existían grandes yacimientos de rentabilidad que podían ser ocupados por los capitales sin mayores dificultades. Los gobiernos se limitaban a proporcionar o retirar recursos, a través de la política presupuestaria, para gobernar la coyuntura y para complementar la inversión privada con el gasto público necesario, suministrando las infraestructuras o los equipamientos sociales no rentables para el capital privado.

En la medida en que el crecimiento económico era suficientemente estable, sin grandes problemas de subidas de precios, la política económica se reducía básicamente a gobernar la coyuntura (la gran pasión de KEYNES, quien había dejado dicho que a largo plazo todos muertos). Se procuraba realizar lo que se llamaba en aquellos años un «pilotaje fino» para procurar que no se alcanzaran desequilibrios fundamentales. Cuando se advertían tensiones en la actividad económica, un «recalentamiento» que se dejaba notar en tensiones de precios, bastaba generalmente con apretar ligeramente las tuercas de la política fiscal -con medidas restrictivas del gasto o de fortalecimiento de la presión fiscal- o de la política monetaria -contrayendo la masas de dinero en circulación- para reducir de esa forma el dinero disponible para transacciones. Por el contrario, cuando se percibía una situación de atonía, de escasa actividad económica, también solía ser suficiente (naturalmente en mayor o en menor medida según los casos o los países) la inyección de un mayor volumen de gasto público o la suavización de la presión fiscal. Y, para mayor facilidad, el sistema monetario internacional de cambios fijos hacía innecesaria, en la práctica, una política específica de tipo de cambio, pues la estabilidad monetaria estaba determinada por el sistema fuera de la decisión de cada gobierno, que sólo debería intervenir en los mercados de divisas en caso de «desequilibrios fundamentales» de sus cuentas exteriores.

Finalmente, la que se conocía como «política de rentas» insertaba toda la política económica en un contexto de acuerdo entre empresas y sindicatos de cara a mantener controles suficientes sobre los precios y los salarios. La existencia de suficiente volumen de empleo facilitaba el acuerdo social; y el consenso, como ya analicé, llegaba a ser posible.

En suma, se daban condiciones adecuadas en la base estructutral de la economía (que garantizaba el suficiente nivel de beneficio), en el instrumental para gobernar la coyuntura y en los mecanismos institucionales que propiciaban el consenso social para que el crecimiento se consolidase como «un objetivo, como un medio y como un mito» que cementaba suficientemente el orden económico y el sistema social como un todo.

Se habían hecho realidad los planteamientos keynesianos hasta el punto de convertirse en una especie de breviario de aplicación obligada y generalizada por los gobiernos occidentales, con independencia de su adscripción ideológica o su semblanza política.

Pero pocos años después, incluso quienes habían sido los más activos partidarios del economista británico convencerían al mundo de que, en realidad, KEYNES estaba muerto y de que sus ideas ya no constituían una guía adecuada para la acción correcta de la política económica. Y no sólo eso, sino que se las llegaría a considerar como las verdaderas causantes de la severidad que adquirió la crisis económica a partir de los años setenta.

Pero, ?qué fue lo que falló realmente en la política keynesiana que había servido de sustento al Estado del Bienestar?.

Por un lado, se pueden argüir razones de tipo puramente analítico para considerar la incoherencia o la inutilidad de las políticas de demanda para hacer frente a los problemas económicos.

Por otro lado, se puede afirmar que las condiciones generales de la economía habían cambiado y, de ahí, que fuese preciso también modificar el alcance y los intrumentos de la política económica. En particular, se suele señalar que a lo largo de los años setenta comenzó a darse un fenómeno impropio de los años anteriores: la concurrencia simultánea de la inflación con el desempleo.

Se dice entonces que la política de demanda keynesiana había sido útil para combatir la inestabilidad de los precios o generar mayor empleo, según el caso, porque no debía enfrentarse a inflación y paro al mismo tiempo.

También se puede añadir que la política keynesiana había funcionado adecuadamente en un contexto internacional de estabilidad en los cambios monetarios, como ya había deseado el propio KEYNES en la formulación original de su teoría. Normalmente se puede considerar que las políticas de estímulo de la demanda para generar aumentos en la renta y en la actividad económica suelen incentivar las importaciones, fomentando de esa forma la aparición o empeoramiento de saldos deficitarios en la balanza comercial que se trasladan sobre los saldos por cuenta corriente. Para hacerles frente, los gobiernos deben disponer de autonomía suficiente para compensar este desequilibrio bien a través de políticas de tipos de cambio, bien por medio de los tipos de interés. Pero la flotación y la interdependencia e inestabilidad que llevan consigo provoca una menor autonomía de las políticas nacionales (en la medida en que multiplica los efectos de las medidas adoptadas) lo que haría menos útiles, por más limitadas, las políticas de demanda.

En otro caso, se ha señalado también que las políticas de demanda no conllevan sino una permanente expansión del gasto público y, en consecuencia, o se ven obligadas a imponer una fuerte presión fiscal que desincentiva la asignación de recursos, o generan déficits presupuestarios que multiplican la carga de la deuda de los Estados y bloquean la economía.

Pero estas críticas a la política keynesiana, aunque bien fundadas, ni eran nuevas ni se pueden considerar como la prueba definitiva de su ocaso.

Los monetaristas de la Escuela de Chicago, por ejemplo, las habían manifestado prácticamente desde los años cincuenta y, sin embargo, las ideas keynesianas habían triunfado en la práctica de los gobernantes.

Incluso ya en los años ochenta, y en el caso mismo de los Estado Unidos de REAGAN, la expansión económica se produjo provocando déficits presupuestarios de gran envergadura, aunque basados fundamentalmente en el aumento del gasto público militar. Hasta el punto de afirmarse que lo que verdaderamente se ejerció en la época reaganiana fue un auténtico «keynesianismo reaccionario», al limitarse a sustituir el gasto social por gasto militar para expandir la economía.

De hecho, las primeras reacciones de los gobiernos a los impactos de la crisis en los primeros años setenta, y en especial al shock del petróleo, fueron de claro caracter keynesiano.

Hay incluso quien ha señalado que la depresión de los años 74 y 75 fue debida, precisamente, a la deflación provocada por una pérdida de impulso de la demanda y no tanto a la subida del precio del petróleo. Mientras que la recuperación operada a partir de ese último año (expresada en términos de crecimiento del Producto Interior Bruto, pues el paro no disminuiría sustancialmente) y que duraría hasta finales de los setenta presenta, por el contrario, connotaciones claramente keynesianas: aumento del gasto público, de los salarios reales, de los gastos de protección social y del crédito en el conjunto de las economías. Es decir, que el keynesianismo había funcionado.

Pero es justamente en esta recuperación económica «keynesiana» de la segunda mitad de los setenta cuando se pone de manifiesto que las políticas de esta naturaleza pueden, en efecto, generar crecimiento, pero que la forma en que lo hacen no es la que favorece la estrategia de recambio en el sistema productivo. Y, sobre todo, que no garantizan la recuperación del beneficio, sino que, por el contrario, propician una distribución de la renta que termina por favorecer al salario.

De hecho, en la recuperación de esta segunda mitad de los setenta se registra un incremento de los salarios reales que se traduce en el aumento de entre un 3 y un 4 por cien de la renta familiar de 1975 a 1979 para el conjunto de los países de la O.C.D.E.; mientras que la participación del beneficio no llegaba a ser suficiente para impedir la caída de la inversión en capital fijo que precisaba la reestructuración productiva.

La causa principal del declive de las ideas keynesianas es, más bien, que su práctica comporta el pleno empleo y una pauta social de consenso en virtud del cual la reivindicación salarial es asumida, bien a través de los salarios directos que pagan las empresas (en menoscabo de sus beneficios en momentos de crisis) o bien a través del salario social que se deriva de los presupuestos públicos.

Pero si lo primero, el pleno empleo, era imposible alcanzarlo operando a través de la demanda agregada, lo segundo era virtualmente inaceptable en la medida en que significaba un estado distributivo que no haría sino mermar progresivamente los recursos del capital y que, por tanto, ahondaba aún más la crisis.

No puede olvidarse que la política keynesiana y el Estado del Bienestar estuvieron vinculados a un sistema que multiplicaba de forma permanente los incentivos económicos y las motivaciones de gasto, sobre las que se basaba en una medida fundamental la legitimación del estado de cosas existente. Y eso derivaba, en fin, en una situación de reivindicación permanente.

Como señaló más tarde la O.C.D.E. al amparo de estas situaciones se había producido a lo largo de los años sesenta una «corriente de militancia sindical…cuya herencia iba a ser duradera» y el mantenimiento de las políticas de inspiración keynesiana «creó fuertes presiones para una expansión continuada de los privilegios, para la aceptación de medidas restrictivas en los mercados de factores y de productos, y para la proliferación de compromisos de gasto que desbordaron ampliamente el margen suministrado por el crecimiento económico».

En definitiva, la impotencia del keynesianismo no se deriva de que sus recetas de política económica hayan llegado a ser inútiles para generar expansión y crecimiento, como muestra que las posteriores políticas conservadoras no hayan podido renunciar ni a la intervención del Estado ni al propio incremento del gasto para impulsar la actividad económica cuando les fue necesario. Era su papel como elemento integrador de los conflictos sociales lo que más bien estaba en entredicho.

Por eso, que las nuevas políticas económicas que se iban a adoptar no sean el resultado de una simple disquisición teórica acerca de la validez de los postulados keynesianos, sino la consecuencia de que, en palabras de un economista tan prestigioso como poco inclinado a la heterodoxia como SOLOW, se hace necesaria la «redistribución de la riqueza en favor de los más ricos y de poder en favor de los más poderosos».

Y esa ha sido la causa, igualmente, de que la respuesta conservadora a la crisis se autoidentificara como un «asalto al Estado del Bienestar», porque allí radicaban los únicos recursos -y no muy abundantes, desde luego- que se le habían podido secuestrar al capital durante sus años gloriosos.

El golpe de timón la «revolución conservadora» y las políticas de ajuste

En mayo de 1979, Margaret THATCHER alcanzaba el poder en el Reino Unido, siendo así la pionera de la revolución conservadora que tuvo en la «Dama de Hierro» y, algo más tarde, en el Presidente de Estados Unidos Ronald REAGAN a sus principales protagonistas. A sus propuestas se fueron sumando, normalmente con menor énfasis que la mostrada por ellos pero con semejante convicción en los grandes principios, los gobiernos de los principales países occidentales encabezados por SPADOLINI en Italia, KOHL en Alemania, BARRE o CHIRAC en Francia o, incluso, socialdemócratas en principio alejados del liberalismo como el mismo Felipe GONZÁLEZ, quien nunca tuvo reparos en explicitar su admiración por la Dama de Hierro, lo que sin duda le llevaría a animar a sus sucesivos Ministros de Economía para que aplicaran con tesón sus recetas.

Las pretensiones de esta «revolución» se pueden sintetizar, para el caso del Reino Unido, en palabras del que fuera Segundo Secretario Permanente del Ministerio de Hacienda:

«En primer lugar, estricto control sobre el crecimiento del dinero, reducción de los gastos estatales y disminución del déficit público…

En segundo lugar, eliminación del sector público estatal a favor de la economía de libre mercado…

En tercer lugar, medidas orientadas hacia la oferta para apoyar el juego de las fuerzas del mercado».

Por su parte, la Administración Reagan se proponía «como objetivo reducir la tasa de inflación y acelerar el crecimiento económico» y pensaba alcanzarlo mediante «1. Reducción de los tipos impositivos para estimular la actividad económica por el lado de la oferta. 2. Disminución de la reglamentación estatal en la economía, con el fin de conseguir un aumento de la producción y una mayor productividad y 3. Menor crecimiento monetario para luchar contra la inflación».

No es necesario, pues, explicitar con mayor abundancia que se trataba de un cambio fundamental en los objetivos, en los instrumentos y en el estilo mismo de ejecutar la política económica. Tan sólo me parece necesario resaltar un aspecto esencial en el que coincidían estos dos programas y que se generalizó después en las políticas del resto de los gobiernos occidentales: el pleno empleo había dejado de ser el objetivo central de la política económica. Naturalmente, de eso se derivaba que no podía pensarse en mantener, a su través, el consenso que había sido característico en los años anteriores.

En términos generales, esta revolución conservadora se sustentará sobre cuatro principios fundamentales.

En primer lugar, la creencia en un sistema natural que permite que la sociedad disponga de tendencias innatas hacia el orden y la justicia. Se asume el viejo criterio liberal según el cual sólo es posible conseguir la felicidad humana en la medida en que el individuo goce de la mayor libertad y que, en términos de asignación de recursos, se expresa en dejar la mayor libertad posible a las fuerzas que actúan en el mercado.

En segundo lugar, que la desigualdad es un resultado «inevitable y tolerable» de la libertad social y de la iniciativa personal, de tal modo que la propia desigualdad en la rentas constituye, como señalaría FRIEDMAN, una pieza capital de la asignación eficiente de los recursos dado que es la que proporciona los incentivos necesarios para conseguirla.

En tercer lugar, que la figura del empresario constituye el elemento esencial en el proceso económico, en la medida en que su función de asumir riesgos e iniciativa constituye el punto de partida de la acción del mercado y, con ella, de la innovación y el progreso.

Por último, la convicción de que todo aquello que signifique politizar las relaciones económicas y sociales (en el sentido de interferencia de las instituciones sobre la acción individual) no hace sino enervar a la sociedad, fomentar el conflicto de clases y reducir los efectos positivos que cabe esperar de los comportamientos individuales en pos del beneficio particular en los que se basa el bienestar colectivo.

En resumidas cuentas, estos principios constituyen una puesta al día, la mayoría de las veces con menor brillantez y desde luego con mucha menos originalidad, del pensamiento liberal decimonónico y que en la teoría económica se manifestó en el llamado «modelo neoclásico» que se fundamenta en la hipótesis de que la economía puede funcionar en un régimen de competencia perfecta para alcanzar así el mayor grado de bienestar social posible.

Su aplicación en la época actual implica, sencillamente, el establecimiento de las condiciones que permitan la mayor libertad de movimientos a la iniciativa privada, la renuncia a las políticas de redistribución (que en palabras de von MISES constituyen simplemente «confiscación» y «expolio») y reducir, sobre todo, la fuerza de las organizaciones sindicales como expresión de un contrapoder que la fuerza de trabajo puede utilizar para frenar la iniciativa del mundo empresarial en los mercados de trabajo.

En el orden estrictamente económico las propuestas conservadoras se basarían en tres grandes ideas centrales.

En primer lugar, el protagonismo de las políticas monetarias como reguladoras del equilibrio macroeconómico. Siguiendo las ideas que Milton FRIEDMAN había expuesto desde muchos años atrás con ejemplar perseverancia, ahora se sostendría que la inflación estaba provocada principalmente por el aumento en la cantidad de dinero, de tal manera que sólo era necesario mantener un crecimiento limitado de la oferta monetaria para contener el alza de los precios y restablecer así el equilibrio.

En segundo lugar, establecer el control del alza de los precios como objetivo central de la política económica. De esa manera, lo que se hacía no era sino centrar el problema fundamental de la política económica en la contención del conflicto distributivo y, en particular, en la disminución de la parte correspondiente a los salarios en el total de los ingresos.

En este sentido, la política conservadora confirmaba que el paro iba a ser el factor que permitiría desmovilizar y segmentar a los trabajadores y reducir su capacidad reivindicativa.

Al afirmar que la inflación era el problema principal, las políticas conservadoras están diciendo que es necesario «deflacionar» la economía, es decir, provocar un enfriamiento, una caída en la actividad que alivie la tensión sobre los precios. En su consecuencia, el desempleo se multiplica vertiginosamente y de esta manera «se convirtió básicamente en una solución más que en un problema».

En tercer lugar, la política económica conservadora se basó en lo que se conoció como «economía de la oferta».

Se dice que LAFFER improvisó sobre la servilleta de papel de un restaurante la curva que llevaría su nombre y que permitía demostrar que si se sobrepasa un determinado nivel de presión impositiva hay más incentivo para el ocio que para la actividad productiva, de donde se deduce que si los impuestos son tan altos que traspasan ese umbral lo que sucederá es que se reducirán los ingresos fiscales y habrá menos actividad económica.

Se trataba de matar varios pájaros con un mismo tiro. Por un lado, reducir el papel de la política presupuestaria en el gobierno del equilibrio económico y facilitar una reducción de las cargas fiscales que han de soportar las empresas y los grandes capitales. Por otro, establecer que la mejor garantía para conseguir el crecimiento y el empleo a largo plazo era generar las mejores condiciones posibles para la empresa y la inversión privada. Por fin, considerar que las interferencias gubernamentales de todo tipo en la iniciativa privada o su sustitución por la iniciativa pública provocaban mayor ineficiencia y, por tanto, menos progreso económico.

En definitiva, la revolución conservadora se resumía en muy pocos mandamientos: dejar que la iniciativa privada tuviese la mayor libertad, favorecer la redistribución a favor del beneficio como forma de hacer posible la mayor actividad económica y aliviar a los gobiernos de todas las cargas que había sido preciso soportar para mantener el Estado del Bienestar, y que ahora era imposible sufragar sin perjuicio de una rentabilidad privada que se encontraba en estado sumamente crítico.

Sin embargo, no se podía ser tan sincero a la hora de expresar esos objetivos y las consecuencias que de su conquista se derivarían para el bienestar social. Como reconoció un consejero thatcheriano del Banco de Inglaterra, «descubrir los objetivos…sería un ejercicio muy peligroso, los objetivos o bien serían inaceptables para la opinión pública o bien inadecuados para asegurar una reducción sustancial de la tasa de inflación, o bien ambas cosas a la vez».

Aunque se trataba verdaderamente de una forma «coherente y radical» de intentar resolver las dificultades a las que hemos venido haciendo referencia, no podía plantear de forma explícita las consecuencias que llevaría consigo sobre el bienestar social. Por su coherencia, constituirán una referencia permanente; pero, precisamente por su radicalidad, no era fácil que la «revolución conservadora» llegara a ser una realidad en todo el mundo occidental. Por eso que, en la mayoría de los países, se haya expresado en términos más sutiles, como un haz de medidas tendentes a conseguir los mismos objetivos pero con apariencia más tecnocrática.

Sin la alharaca revolucionaria de la Sra. THATCHER o de REAGAN, desde los organismos internacionales más poderosos, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (O.C.D.E.), el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se han auspiciado las «políticas de ajuste», que persiguen básicamente los mismos objetivos finales que acabo de señalar y que han sido aplicadas con generalidad tanto en los países ricos como en las empobrecidas economías del Tercer Mundo.

El punto de partida de estas políticas se formula de manera mucho más realista: las economías capitalistas se enfrentan a un grave problema de desaceleración en el crecimiento de la productividad que «disminuye la acumulación de capital» y «atrasa la incorporación de tecnología»; a «un aumento de las presiones competitivas» a nivel nacional e internacional y a los problemas derivados de la rigidez (naturalmente, a la baja) existente en los procesos de formación de los precios y los salarios.

Estas dificultades requieren respuestas en cuatro ámbitos concretos: en los mercados de trabajo, en el sistema financiero, en la industria y en el sector público.

La O.C.D.E. -de manera muy coherente- que «tal vez sea en los mercados de trabajo donde se manifiesta de una manera más visible el problema de ajuste estructural de los países del la OCDE».

Según este informe, los problemas de demanda de trabajo que se iniciaron en los años sesenta y «la intensificación de los conflictos laborales, que culminaron con la oleada de huelgas y litigios que afectaron a numerosos países europeos en el período 1968-71, dejaron un difícil legado» que se expresaba, fundamentalmente, en que los salarios crecían más que la productividad, de donde se deduce que este es el principal problema a resolver en estos mercados.

En su virtud, se tratará, sencillamente, de garantizar el control de los salarios.

No obstante, es difícil presumir que una política económica que se presente con el objetivo explícito de reducir los salarios (o, lo que es igual, aumentar la parte del beneficio) sea aceptada como deseable por la ciudadanía.

La solución consistiría en hacerla aparecer como la «única alternativa posible» para aumentar el empleo.

Casualmente, cuando los expertos de la O.C.D.E. estudiaron «factores bastante diversos» para tratar de explicar por qué los mercados de trabajo no «funcionaron eficientemente» en los años setenta encontraron tres mecanismos fundamentales: sistemas de negociación salarial, política fiscal y de gasto social y legislación laboral.

En concreto, se descubría que cuando la negociación salarial se realiza desde posiciones de fortaleza sindical se deteriora el empleo, que la política fiscal y social han provocado un aumento del paro y que cuanto más protectora es la legislación, más aumenta éste último.

En consecuencia, propone invertir la tónica prevaleciente: impedir que los salarios se fijen ajustándose a las subidas de precios, disminuir las prestaciones por desempleo, reducir el coste salarial de las empresas, suavizar la legislación que protegía al trabajo, haciendo más fácil para las empresas el despido, recurrir a la contratación temporal y a tiempo parcial y a los más baratos contratos de formación y aprendizaje.

De ahí se han derivado las «reformas laborales» que han permitido poner en marcha la «modernización» de los mercados de trabajo en la línea avanzada en capítulos anteriores. Es decir, facilitar los despidos para abaratar la reestructuración de plantillas, permitir la movilidad de los trabajadores para conseguir una nueva organización laboral y establecer fórmulas contractuales para acoger el trabajo en precario, a tiempo parcial y con bajo salario.

En segundo lugar, las políticas de ajuste también se han enfrentado a los cambios ocurridos en los sistemas financieros, como consecuencia del endeudamiento generalizado y de la hipertrofia de la circulación monetaria.

La O.C.D.E. reconoce, efectivamente, que «ha aumentado la escala de operaciones, a veces espectacularmente, con la aparición de nuevos mercados y de nuevos instrumentos».

Ante este fenómeno, el ajuste realizado en los sistemas financieros debe propiciar la mayor neutralidad de la política gubernamental (haciendo que la política monetaria opere más según los criterios de mercado y menos en función de controles selectivos) y en proporcionar mayor libertad a los movimientos de capital y a las instituciones que allí operan (para garantizar de esa forma que exista más competencia y mayor eficiencia).

Por su parte, los problemas estructurales del sector industrial que hacen necesario su ajuste son, principalmente, la presión permanente de los costes, la pérdida de productividad de los factores y los desequilibrios comerciales que determina el nuevo contexto de competencia internacional.

En consecuencia, el ajuste incidirá en la especialización basada en la ventaja comparativa (es decir, en la reubicación de la producción en los espacios en donde se opere con menores costes) o en la diferenciación de los productos, en la flexibilización de los mercados de factores (de trabajo, especialmente) y en una disminución de la intervención estatal, tanto en lo que se refiere a reglamentaciones y regulaciones como a competencia de la propiedad pública.

Finalmente, otro gran desafío estructural que merece un ajuste adecuado tiene que ver con la que ahora se considera desproporcionada presencia del sector público en las economías que origina ineficiencia en la asignación de recursos.

En particular, se hacía necesario disminuir la «excesiva provisión de bienes públicos» y las prestaciones sociales de todo tipo «que impedían el crecimiento económico, sobre todo cuando se sumaban a la rigidez del mercado de trabajo».

Me parece que queda claramente puesto de manifiesto, sin necesidad de mayores comentarios, hasta qué punto estos contenidos de las políticas de ajuste coinciden con lo que anteriormente habíamos denominado la estrategia del capital para la reestructuración productiva. Basta con haber estado al tanto de la actualidad periodística en los últimos años para comprobar que toda esta batería de medidas ha constituído la línea fundamental de actuación de la política económica de los gobiernos en los países occidentales.

Todos ellos, por boca de sus presidentes, de sus ministros, o de los economistas que a la sombra de los poderes han elaborado sus doctrinas, han reiterado cansinamente que se trataba de la única política posible y, como prueba de su acierto, argumentaban que las auspiciaban los organismos internacionales donde, justamente, se reúnen los intereses más poderosos del planeta y en las condiciones menos democráticas.

Lo que no han hecho, sin embargo, es advertir a los ciudadanos que «un proceso continuado de ajuste implica la aparición de ‘ganadores’ y ‘perdedores'». Y al ocultar este asunto fundamental resulta que la sociedad en su conjunto no ha podido pronunciarse acerca de quienes serían paganos del ajuste. En consecuencia, éstos han sido, de nuevo, los más débiles.

El cultivo del individualismo y de la insolidaridad

En definitiva, las políticas conservadoras constituían una estrategia bien diseñada para lograr recomponer el orden productivo y para favorecer la necesaria redistribución a favor del beneficio. Pero ninguna modificación de la base productiva y de las políticas gubernamentales puede llevarse a cabo con éxito, máxime cuando es fácil adivinar que sus efectos serán francamente nocivos para la mayoría de la población, sin grantizar que ésta asuma como propios los valores que orientan los cambios.

No puede decirse que las políticas conservadoras comportaran novedades sustanciales en el ámbito puramente económico. Se limitaban a posibilitar de manera más radical la recuperación del beneficio privado y la redistribución a favor del capital y de los sectores más ricos de la población.

Sin embargo, han conseguido un triunfo sin paliativos a la hora de inocular en la población los valores sociales a cuyo amparo se puede llevar a cabo, sin demasiado conflicto, la regeneración del interés privado.

No es difícil percatarse hasta qué punto han calado hondo en nuestras sociedades el individualismo, el rechazo de la práctica colectiva, la desvalorización de las conductas cooperadoras y su sustitución por el afán de competencia y por el posibilismo, así como el repudio del igualitarismo. Es decir, los valores que pueden justificar el desmantelamiento de las estructuras de bienestar social, la privatización más extrema de la riqueza y el intento de hacer descansar todas las decisiones económicas en el mercado que, en lugar de ser un lugar donde se interactúa en igualdad, es donde más radicalmente se expresa la desigual posición de partida de los agentes sociales.

Se puede decir que la transformación del sistema de valores era necesaria por tres tipos de razones.

En primer lugar, porque el establecimiento de una nueva pauta de consumo basada en la diferenciación requiere incentivar a su vez un tipo de consumidor que, como es lógico, aprecie y desee la diferencia. Y apreciar la diferencia es, precisamente, sentirse atraído por la individualidad, aunque ésta tan sólo sea el reflejo de un cosmos personal reducido a la expresión más nimia e intrascendente.

De hecho, los años ochenta han sido los años del enorme desarrollo de la moda polimorfa, del marketing o de las relaciones públicas que, al mismo tiempo que moldeaban un sujeto aislado en el nicho de su individualidad, permitían ofrecerle los objetos bajo apariencias distinguidas, con contenidos simbólicos diferenciados.

En segundo lugar, porque al avanzar las formas de organización flexible de la producción, en donde la contribución del trabajo se realiza de manera más autónoma, era necesario que el trabajador (que ahora se desenvuelve en un contexto de jerarquías disipadas) haya asimilado previamente -en el tiempo de no trabajo- el orden que luego no deberá poner en cuestión en la fábrica. El sistema Toyota, por ejemplo, pretende que los trabajadores discutan y se organicen con más autonomía y menos disciplina. Pero, para ello, es preciso que en sus casas hayan asumido la vieja cultura de la empresa, la jerarquía y la sumisión.

Por eso, el tiempo de ocio debía convertirse en el momento de asimilación de los valores que llevan a aceptar las jerarquías sociales, que ya no se van a expresar de manera tan radical en el tiempo de trabajo.

En tercer lugar, porque la generación masiva de desempleados (una buena parte de los cuales quedarán al margen, en el sentido más estricto de la palabra, de los mecanismos de protección y sin fuentes de ingresos que no provengan de la economía sumergida, del delito o de la droga) constituye un potencial foco de conflicto, en la medida en que conforman un ejército de desheredados cuyo posicionamiento natural frente al sistema no podría darse sino en términos de rebelión.

De ahí que sea preciso que, incluso los que han sido despojados de todo, asimilen su condición como derivada de un mero accidente personal y no como consecuencia de un status social de reparto desigual. La marginalidad se aceptará entonces como un estado de espera y el desempleo como un accidente funcional que se resuelve por la vía de la competencia y en función de la responsabilidad individual del propio parado.

La generación de estos nuevos valores sociales no ha sido casual. Todo lo contrario.

Por una parte, se produciría también en estos años un singular maridaje entre los intereses del capital industrial y financiero y los medios de comunicación de todo tipo, que se expresa meridianamente en la participación accionarial, e incluso en la interrelación personal en los consejos de administración. Esto es lo que, con razón, ha permitido a EWEN afirmar que lo que antes se conocían y consideraban como «capitanes de la industria» han pasado a ser auténticos «capitanes de las conciencias».

Esta vinculación es igualmente notable en el campo de la industria publicitaria y, en general, en la industria de la información que permite producir y comerciar con mercancías culturales que constituyen, al mismo tiempo, uno de los ámbitos más rentables de la inversión y una fuente de generación de los valores e ideologías que naturalmente habrán de ser los más apropiados para quien gasta en ellas sus recursos.

No solamente era la actividad de los medios de comunicación lo que podía permitir la asunción de esos valores. Se diseñaría además, una mutación esencial en el propio orden físico de la vida humana. Se multiplicarían los espacios en donde no se genera la comunicación porque dificultan (cuando no impiden) el encuentro, se modificaría el abanico de incentivos que mueven las actividades laborales o profesionales, y se mitificaría el éxito mediante el encumbramiento de personalidades cuyo triunfo se asocia al simple esfuerzo personal más que con su buena posición en las redes sociales.

Al mismo tiempo, se iban a potenciar fórmulas de relación humana diferentes, formas de encuentro interhumana «segmentarias, flexibles y adaptadas al grupo por la autoridad subjetiva remodelada por la moda». De esa manera se procura que los sujetos no realicen su sociabilidad en lo colectivo, sino en auténticos cajones estancos desde donde no puedan ver que la infelicidad es condición de muchos otros. Entonces no se darán cuenta de que la opulencia es un bien extraordinariamente escaso como consecuencia de un reparto desigual. Por el contrario, creerán que con un poco de suerte y esfuerzo de su parte, la fortuna estará al alcance de su mano. Como lo estuvo en la del ídolo que, desde la pantalla del televisor, ha sido encumbrado para marcar las horas de los infelices.

VI. La crisis del Estado de Bienestar y el ataque a los Sistemas Públicos de Pensiones

De este proceso pueden deducirse las razones últimas que explican la pretensión neoliberal de desarticular el sistema público de pensiones y los fenómenos que permiten que eso se lleve a cabo sin demasiada resistencia, a pesar de que objetivamente significa una pérdida de ingresos y calidad de vida para la mayoría de la población.

La primera razón es que la respuesta a una profunda y costosa crisis económica ha obligado -y sigue exigiendo en la medida en que no se logra recuperar una senda estable y potente de crecimiento económico- a realizar una profunda redistribución de rentas a favor del beneficio, única forma de lograr recuperar la rentabilidad empresarial que debe constituir el estado normal de la economía capitalista y, en concreto, para disponer de los recursos necesarios que requería el capital para llevar a cabo la enorme reestructuración productiva que está siendo necesaria para hacer frente a las nuevas condiciones de la competenecia mundial.

Constituye hoy día una evidencia que el «ajuste» que se ha llevado a cabo en las economías nacionales se ha basado en el control de las rentas salariales, en la flexibilización de las condiciones de contratación laboral para debilitar las condiciones de negociación de los trabajadores y, junto a ello, en el establecimiento de condiciones generales más favorables para la movilidad de los capitales.

En ese sentido, la reconducción del gasto público ha sido una exigencia de primer orden y los organismos económicos internacionales, constituídos en principales baluartes de esas políticas neoliberales de ajuste no se han recatado en señalar que la obtención de recursos para facilitar la recuperación del beneficio privado debía provenir, primero, de los salarios, después, y una vez exprimida la fuente salarial, del gasto social en general. Por último, directamente de los fondos públicos para pensiones:

«El Fondo Monetario Internacional afirma que la única vía de recorte del gasto son las pensiones. Sólo queda la Seguridad Social como el área donde poder hacer reformas para lograr ahorros sustanciales en el presupuesto».

La segunda circunstancia que justitifica la avanzadilla neoliberal contra el sistema de pensiones públicas es que éste comporta la gestión de enormes masas de recursos financieros.

Como se ha señalado más arriba, la progresiva financierización de las economías significa que los flujos financieros han alcanzado una magnitud extraordinaria. Hoy día se calcula que sólo en los mercados de divisas circulan diariamente entre un billón y un billón doscientos mil millones de dólares.

El resultado de este fenómeno de hipertrofia es que la esfera financiera, cada vez más independiente de los movimientos reales de mercancías, constituye un lugar específico y privilegiado de beneficio. Es allí donde las grandes empresas y los grandes tenedores de liquidez pueden lograr beneficios ingentes, mucho más altos que los que proporciona la actividad productiva, gracias, entre otras razones, a la generalización de las operaciones especulativas y a la política monetaria predominante que tiende a establecer una permanente tónica alcista de los tipos de interés, lo que quiere decir alta retribución para los capitales financieros.

Puesto que las operaciones en los mercados financieros son extraordinariamente rentables, resulta especialmente atractivo poder disponer de los fondos generados por las cotizaciones de los trabajadores para poder operar con ellos en estos mercados. Como se ha señalado con toda claridad,

«los Fondos de Pensiones, especialmente cuando no son internos o reservas contables de la propia empresa, favorecen a los intermediarios financieros que canalizan dicho ahorro: entidades gestoras, bancos depositarios, compañías de seguros…éstos van a encontrar en los Fondos de Pensiones un gran volumen de recursos para la colocación de sus emisiones, en mejores condiciones de interés y plazo».

Efectivamente, los fondos acumulados de esta manera no sólo supondrían una fuente inmediata de beneficio a sus administradores privados, sino también una vía privilegiada de financiación si se tiene en cuenta que, como en otros mercados, aquí se produce una fuerte concentración (en Chile, por ejemplo, cinco de las veintidos AFP existentes controlan el 82% de los fondos), lo que da una gran libertad de acción a la hora de aplicarlos privilegiadamente. En ese país, sólo un grupo de cinco empresas (CTC, Endesa, Enersis, Chilectra y Entel) han captado el 75% de las acciones invertidas por las AFP en los trece años de su existencia, mientras que el 48% de lo invertido en acciones del sistema bancario ha recaído en tres grandes bancos. Además, los fondos de las AFP chilenas han servido de fuente de financiación extraordinaria para enjugar la deuda acumulada por la banca privada como consecuencia de la inestabilidad financiera.

Tan suculenta oportunidad es precisamente la razón, como en algunos casos se ha llegado a reconocer, de que «las opiniones empresariales» se orienten tan generalizadamente a favorecer estos objetivos de la reforma del sistema público de pensiones:

«Desde diversas tribunas se ha hecho una valoración de la ley (de Regulación de Fondos y Planes de Pensiones) como estrategia de debilitamiento de la Seguridad Social y de reemplazamiento gradual de la misma. Algunas opiniones sindicales así lo temen. Y algunas opiniones empresariales así lo desean».

Y es, precisamente por ello, que a pesar de su evidente caracter regresivo desde el punto de vista de la distribución de la renta, se facilite la contribución a esos fondos a través de desgravaciones fiscales que, en última instancia, son una prueba más de que frente al déficit público no se actúa por la vía de obtener mayor recaudación de quién disfruta de más ingresos, y así disminuirlo, sino que se utiliza como coartada para aplicar soluciones fiscales que perjudican globalmente a las rentas más bajas.

Por último, lo señalado más arriba permite explicar también que propuestas que se formulan explícitamente como consistentes en la reducción en la protección social, y que derivan por lo tanto en una pérdida objetiva de bienestar social para la mayoría de la población, se lleven a cabo sin generar un rechazo contundente y duradero de los colectivos sociales afectados.

O dicho de otra forma, que lleguen a ser asumidas como aceptables las propuestas de reducción de las pensiones cuando la pensión media en España rondaba las 56.000 ptas. a finales de 1.993, el promedio de las pensiones de jubilación era de 64.000 ptas. y de 31.500 ptas las no contributivas.

Lógicamente, este es un asunto también esencial a la hora de establecer alternativas capaces de atraer suficiente apoyo social y, en consecuencia, de hacerse valer en el campo de las preferencias sociales.

El planteamiento teórico es bastante elemental: la política de pensiones no tiene nada que ver con problemas de redistribución de la renta, es decir, con asuntos relativos a la justicia o a la equidad con que se espera que funcione un sistema económico globalmente deseable. Por el contrario, las decisiones adoptadas en este campo deben supeditarse al funcionamiento eficiente de la economía, y eso, además, sólo puede conseguirse si, desprendiéndose de la mayor carga posible de intervención estatal, se deja actuar en libertad al mercado:

«La financiación del sistema contributivo se inserta, básicamente, en la función de asignación de recursos y eficiencia productiva…no es posible ni necesario introducir el criterio de la redistribución en la financiación del sistema contributivo, ya que ello rompería la lógica del mismo».

De esta manera se separa el problema de las pensiones de su inevitable connotación distributiva, lo que implica, fundamentalmente, dos cuestiones. En primer lugar, que deja de ser un asunto de preferencias sociales, y, por lo tanto, sobre el que no cabe pronunciarse, pues al quedar reducido a un problema de asignación su solución depende solamente de la dinámica del mercado. En segundo lugar, que el bienestar alcanzable no depende de una acción colectiva (como expresa siempre toda decisión sobre redistribución) sino de la iniciativa individual que cada uno tenga en el sistema de intercambios.

Las políticas neoliberales no hubieran podido lograr este objetivo de vaciar de contenido distributivo a la política de pensiones si no hubiese mediado una modificación profunda en el sistema de valores sociales.

La configuración del arquetipo social individualista que ha generado el neoliberalismo y al que hice referencia más arriba ha permitido alcanzar un doble objetivo. Por una parte, hacer posible la colocación de los productos en mercados saturados, gracias a que ahora el consumidor se siente un ser diferenciado y con una estrategia de consumo que siente como propia y resultado de su individualidad. Por otra parte, ha sido la estrategia que ha permitido que el ciudadano, al perder de vista la inevitable referencia social que tiene todo proceso de realización humana, identifique la individualidad con la posibilidad de satisfacción y los vínculos colectivos, por el contrario, como la causa de la frustración. La resultante no es otra que la legitimación social de políticas que, aunque proclaman la felicidad personal, llevan consigo un empeoramiento real de las condiciones de vida de la población.

Con toda la razón, pues, se ha señalado que

«más que el riesgo económico es en realidad el riesgo de hundimiento de la solidaridad lo que acecha a los sistemas de pensiones y, en general, a los sistema de Seguridad Social».

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