Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Más que una cuestión de horarios

Publicado en Temas para el Debate. Junio-2004 

La intención del Ministro Montilla de modificar el actual régimen de horarios comerciales ha abierto de nuevo la polémica sobre un asunto que me parece que, en su trastienda, tienen bastantes derivaciones.

 

En el año 1985 se decretó un régimen de libertad de horarios, ampliamente reivindicado siempre por las empresas comerciales más potentes. Más tarde, en 1993, se modificó estableciendo un máximo de 72 horas semanales de apertura comercial y un mínimo de 8 domingos o días festivos abiertos, en condiciones que deberían ser reguladas, en cada caso, por las comunidades autónomas.

 

En 2000, se volvió a modificar el régimen ampliando las horas y los días de apertura, hasta 90 horas y 12 días. Al mismo tiempo, el gobierno anunciaba, de forma muy discutible pues la competencia para ello debería ser ya de las autonomías, que en la legislatura se llegaría a implantar la libertad total.

 

Lo que ahora anuncia José Montilla, aunque al parecer con la opinión en contra del ministro de Economía Pedro Solbes, es una nueva reduccción hasta 72 horas y 8 días.

 

Parece un baile de fechas sin mayor importancia, aunque algunos cálculos estiman que entre unos extremos y otros hay transferencias de rentas de más de 1.800 millones de euros entre los diferentes tipos de comercio afectados.

 

Las grandes superficies y centros comerciales reclaman la mayor libertad posible argumentandio que así se beneficia el consumidor ya que pueden disponer de centros abiertos en cualquier momento. Además, aducen que al poder realizar ofertas más amplias logran precios más favorables y que todo ello permite incrementar la inversión y el empleo.

 

Las pequeñas empresas de distribución, el pequeño y mediano comercio está en contra de una liberalización excesiva porque su menor escala le supone contratar más caro, sobre todo el trabajo. Los sindicatos se oponen igualmente mientras que los consumidores responden de desigual manera según cuál sea el tipo de organismo que recaba su opinión a través de encuestas y sondeos.

 

En términos de eficacia y satisfacción la cuestión podría quedar suficientemente clara si se observase la realidad objetivamente. En principio, la apertura total de horarios satisface más a los consumidores si lo que estos desean es poder comprar en cualquier momento, si lo pueden hacer a precios más bajos y si efectivamente eso comporta más empleo, más calidad, o más inversión.

 

Pero el análisis empírico de lo que ha venido produciéndose cuando se han liberalizado los horarios no indica esto precisamente. En el caso de Madrid, por ejemplo, se ha podido comprobar que, a diferencia de lo previsto por los defensores de la medida, se ha perdido empleo y que los precios no han disminuido. Algo parecido se ha podido comprobar también en Francia, un país de amplia tradición comercial liberalizada, en donde medidas de este tipo han ido acompañadas de incfrementos en los costes para las empresas tres veces mayores que los de ventas, lo que ha dado lugar a aumentos en los precios.

 

En relación con sus efectos sobre el empleo los estudios disponibles parece que son claros. Las grandes empresas no aprovchan la libertad de horarios para craer más empleos sino que utilizan más intensivamente a los trabajadores ya contratados, de manera que aumenta la explotación laboral y el malestar social. Eso se une, además, al hecho de que las grandes empresas comerciales contratan mucho menos personal en términos relativos. Así, se calcula que unos 275 empleados de un hiper equivalen a 320 de un supermercado y a 1.500 de tiendas tradicionales.

 

Esto último lleva a algunos a afirmar que oponerse a la libertad de horarios es empeñarse en defender el comercio ineficiente.

 

El problema, en cualquier caso, es que los pequeños comercios no están en condiciones parecidas de afrontar la libertad de horario porque para ser consecuente con el deseo de liberalizar el horario habría que liberalizar en igual medida la contratación, y eso crea efectos perversos tan amplios que ni siquiera los defensores más liberales de la libertad de horario estén seguramente dispuestos a afrontar.

 

En consecuencia, lo que con toda seguridad lleva consigo la libetar de horarios es una transferencia de renta, desde los pequeños y medianos comercios a las grandes superficies y centros comerciales. La decisión, por tanto, es puramente política, encaminada a fravorecer a unos u otros, y nadie puede argumentar que se trate de la solución que proponga esté más o menos justificada científicamente. Unos prefieren apoyar a un grupo social y otros a otro.

 

Lo que ocurre, al margen de esta cuestión que ya de por sí es importante, es que, aunque no se hable de eso, lo que tenemos sobre la mesa es algo referido a nuestro modo de vida social, a la forma de organizar nuestras relaciones humanas.

 

¿Puede aceptarse sin discusión que lo que en realidad quieren los ciudadanos es solamente comprar más y a cualquier hora?

 

Hemos transformado nuestras ciudades para lograr que giren en torno a los grandes centros comerciales. Gracias a su enorme influencia sobre la opinión pública y sobre los propios poderes públicos se ha rediseñado la urbe para hacer que cualquier vía lleve a un gran comercio, para que la vida social converja en un hiper o en un centro de compras.

 

Para ello se ha redefinido la ciudad, el sistema de transporte, los circuitos urbanos, los lugares de descanso, las infraestructuras de ocio… hasta lograr que estos espacios neutros y llenos de tiendas sean las nuevas catedrales laicas donde la liturgia que se oficia es la de la compra sin descanso.

 

Es verdad que las nuevas tecnologías han roto nuestra percepción y el uso lineal del tiempo, que ya no hay lógicas de comportamiento social tan compartimentadas como las de hace unos años, que los tiempos no se fragmentan tan drásticamente entre el trabajo y el ocio. Pero el que eso haya podido pasar no implica que de ahí tenga que derivarse necesariamente que esta nueva dimensión del tiempo vital y social se supedite exclusivamente a la lógica del intercambio.

 

Lo que se está dilucidando no es proporcionar un servicio más cercano o accesible a quienes, como se dice, trabajan a lo largo de la semana y no pueden comprar más que los domingos. Si así fuera, la cuestión quedaría resuelta de cualquier forma. El asunto es la pauta de consumo y la forma de vida y relación social que se ha creado, la alteración de los espacios y la desnaturalización de los vínculos humanos. Lo que se está produciendo es la conversión de la sociedad en un comercio, y de los ciudadanos en consumidores, es decir, en seres definidos exclusivamente en funcion de su relación con la mercancía.

 

Detrás de la aparente nimiedad de una discusión de horarios no sólo hay un buen negocio para quienes tienen mejores condiciones para abrir sus puertas más horas y días, sino la asunción sin restricciones de la lógica del comercio. Quizá lo que debríamos plantearnos es si lo que queremos son ciudades concentradas en torno a unos pocos grandes espacios comerciales en donde se concentran las únicas posibilidades de disfrutar y divertirse, o si, por el contrario, lo que nos gusta es una ciudad abierta en donde el comercio sea un instrumento para la vida y no su única dimensión.

 

Y deberíamos preguntarnos eso porque la pauta de consumo no es algo inocuo sino que es la que imprime también una determinada lógica a los comportamientos sociales más generales y a nuestra forma de ser como individuos. Debríamos preguntarnos, o deberíamos habernos preguntado antes, si lo realmente deseado y deseable es que el ciudadano deje de serlo para ensimismarse en el comercio, que se desentienda de la polis y se guarecezca en el zoco, el lugar desde donde ya nada puede hacer para modificar su destino.

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