Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

No corráis que es peor

El chascarrillo que sirve de título a este artículo es la recomendación que parece dar el último informe del Fondo Monetario Internacional sobre la economía española.

 

Este organismo, seguramente uno de los tres o cuatro más poderosos del planeta, tiene una opinión singular sobre cuál es el principal problema de nuestra economía.

 

No es el paro, a pesar de su elevadísima cifra y de que los últimos datos indican que 1997 ha sido un peor año que los dos anteriores. O que, además, se produce, según los últimos datos del
Banco de España, un descenso del empleo fijo y un aumento del eventual. Es decir, que el empleo se precariza.

 

Para el Fondo Monetario Internacional, el problema de la economía española tampoco es que las empresas españolas tengan cada vez más beneficios, un incremento del 35 por cien en 1997, y, sin embargo, no creen puestos de trabajo de manera acompasada, como se augura.

 

Tampoco es un problema principal el privilegio que tiene la inversión puramente especulativa en relación con la inversión real que crea riqueza y puestos de trabajo, como manifiesta el hecho de que la primera creciera un 44 por cien en 1997 y la segunda un poco más del cuatro por cien. O como demuestra también que se estén disparando las inversiones españolas en paraísos fiscales como Islas Vírgenes, Caimán, etc.

 

Para el Fondo, el hecho cierto de que se está deteriorando la distribución de la renta a causa de las reformas fiscales que benefician a los más ricos y a los que obtienen rentas de plusvalías y
negocios financieros, o a causa de la contención salarial que afecta a las capas sociales más bajas, tampoco es un problema principal.

 

Nada de eso. Según el mencionado informe, el principal problema que amenaza a la economía española es, asómbrense los lectores, la posibilidad de que haya demasiado crecimiento
económico en 1998.

 

Puede parece mentira, pero es literalmente así. Los que en realidad controlan la economía mundial y fijan los principios a los que se pliegan todos los gobiernos tienen como principal preocupación que la actividad económica crezca algo más del tímido 3,2 por cien que parece que hemos podido alcanzar en 1997.

 

En su virtud, proponen medidas de contención, que los economistas llamamos deflacionistas, consistentes, por ejemplo, en reducir los gastos públicos, en evitar impulsos adicionales a la actividad económica, o en políticas monetarias restrictivas que a la postre dificultan la inversión. Y, por supuesto, control salarial (eso nunca les falta). Medidas todas ellas encaminadas
a evitar que se produzca lo que llaman un excesivo recalentamiento de la economía.

 Todo esto constituye uno de los procesos más difíciles de entender para el ciudadano normal y corriente. Por un lado, este tipo de organismos y los economistas más ortodoxos dicen a la ciudadanía que lo principal es hacer que la economía crezca, que hay que apretarse el cinturón para favorecer las condiciones de inversión y de actividad económica de las que depende el empleo y el bienestar. Que hay que esperar a que crezca la tarta para luego poder repartirla. Sin embargo, a poco que se empieza a crecer se dice enseguida que el crecimiento puede ser excesivo y que hay que frenar. 

Lógicamente, el ciudadano se pregunta cómo es posible que sea malo que haya mucha actividad, que crezcan las inversiones, el consumo, los gastos sociales que sostienen la demanda
final o, en fin, que nuestra economía tenga tasas de crecimiento económico cada vez más elevadas.

 

La justificación teórica de este planteamiento neoliberal es un poco complicada pero se puede resumir de la siguiente forma: si se crece demasiado, se producirá subida de los precios y eso
es lo que hay que evitar por todos los medios. Con este argumento, además, disponen de una magnífica excusa para estar proponiendo siempre que no suban los salarios.

 

Pero lo que sucede en realidad es otra cosa. En economía no hay nada absolutamente bueno ni nada absolutamente malo. Hay circunstancias que favorecen a unos o a otros.

 Los empresarios que arriesgan sus capitales, que invierten en circunstancias difíciles, que se juegan sus patrimonios para crear empleos, así como los trabajadores que no disponen más que de su trabajo, en general, la inmensa mayoría de nuestras sociedades, disfrutarían de mucho mayor bienestar y riqueza si se favoreciera el impulso permanente del crecimiento, de la actividad económica, de la inversión productiva y del empleo. 

Pero hay otros sectores sociales, mucho más poderosos porque tienen más dinero y más influencia política y pública, que no obtienen sus rentas invirtiendo en la creación de actividad real y
puestos de trabajo, como suelen hacer los empresarios emprendedores que conocemos a nuestro alrededor, ni desde luego trabajando ellos mismos por cuenta ajena.

 

Se trata de grandes bancos, de grandes compañías financieras, de multinacionales y empresas gigantescas, ¿y también de algunos agentes individuales!, que tienen colocados sus inmensos patrimonios en los flujos financieros. Para decirlo más claramente: en papel.

 

Hoy día, esos flujos mueven recursos cuarenta veces más voluminosos que los que mueve la actividad real. Son los movimientos de capital que fluyen libremente y que proporcionan
grandiosas ganancias, los dueños de la actividad económica.

 

Es natural que este tipo de recursos financieros requiera unas condiciones y unas políticas macroeconómicas específicas, lógicamente diferentes a las que requiere quien va a invertir, por ejemplo, en una fábrica de sillas.

 

El capital financiero, por ejemplo, no está interesado en que haya cada vez más actividad productiva en sentido estricto, porque sus ganancias no vienen de ella. No le importa, por ejemplo, que haya menos demanda de consumo, incluso que a causa de su debilidad las empresas vendan menos y tengan menos beneficios. Requiere políticas monetarias seguras y restrictivas que los salvaguarden (por eso han procurado que los bancos centrales sean independientes y que la política monetaria sea la predominante) y, sobre todo, mucha libertad. La mayor libertad posible para acudir sin trabas al rincón del mundo donde haya posibilidad de ganancias especulativas.

 

Es un fenómeno irracional, porque provoca una permanente deflación, es decir, frenazos a la actividad que traen consigo la crisis económica recurrente: salimos de una en 1995 y ya se anuncia otra en el 98. Y tan injusto, que ha movido a muchos organismos y personalidades de todo tipo a proponer límites a esos flujos financieros. Porque, como dice Galeano, al dinero le pasa lo contrario que al ser humano: cuanto más libre peor.

 

Desgraciadamente, el Fondo Monetario será el último en enterarse y, mientras tanto, seguirá limitándose a decirnos que renunciemos a invertir en actividad productiva y a crecer. Siempre al servicio privilegiado de los poderes financieros del planeta, parece empeñado en llevar a cabo operaciones como las del cirujano del chiste que decía que la suya había sido un éxito, aunque una lástima que el enfermo hubiera muerto. En el sudeste asiático están aprendiendo ahora lo que valen estas políticas. A poco que se empeñe, el FMI nos entierra a todos en el mismo hoyo.

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