Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

¿Un nuevo Keynes o nuevas ideas keynesianas?

En volumen colectivo «Vigencia de las ideas keynesianas». Universidad de Málaga. Málaga 1.990.

El propósito de estas páginas es llevar a cabo una breve reflexión acerca de los postulados keynesianos y de las derivaciones político económicas que se siguen de los mismos en la actualidad.

Sin embargo, y como bien ha escrito el profesor Rojo (1), «el pensamiento de Keynes pertenece, hoy, al pasado en el mismo sentido irreme iable en que pertenecen al pasado las obras de Smith, Ricardo o Marx».

Quiere decirse, por tanto, que la reflexión sobre la obra de Keynes, como la que se realizara sobre la de Ricardo o Marx, no parece que tenga mucho sentido que sólo se centre -como suele suceder muy habitualmente- sobre su correspondencia con los fenómenos económicos actuales o sobre la pertinencia que las medidas prácticas que allí se proponían pudieran tener hoy día como recetarios de política económica.

Me parece que uno y otro aspecto han ido depurándose a lo largo del tiempo, precisamente porque la obra keynesiana es una construcción teórica viva y eso le ha facilitado, en los análisis posteriores al del propio Keynes, adquirir una permeabilidad a los nuevos fenómenos que es la característica de todas los modelos teóricos rigurosos y convincentes

Por ello, me parece más oportuno orientar nuestra reflexión en torno a lo que han sido las consecuencias de la propia obra de Keynes y de la aplicación que de sus postulados, asimilados con mayor o menor fidelidad, han hecho sus continuadores o quienes hicieron suyas las directrices político económicas que derivan de su modelo primitivo.

Una pretensión de esa naturaleza creo que se puede, o se debería abordar si se quiere realizar rigurosamente, desde tres distintos posicionamientos o perspectivas:

– desde un punto de vista axiológico. Se trataría de valorar la consistencia y pertinencia interna del propio modelo keynesiano. En cierta medida, el desarrollo del pensamiento económico de los últimos cuarenta años ha girado, sustancialmente, en torno a esta evaluación. Realmente, su reformulación para economías abiertas, los modelos de él derivados sobre fluctuaciones cíclicas, la moderna teoría del crecimiento que surge de Harrod, los intentos de instalación de los propios postulados keynesianos en la dinámica monetaria, la síntesis neoclásica, e incluso el postkeynesianismo fundamentalista o en algunos aspectos la crítica monetarista, tienen como fundamento metodológico la contrastación y evaluación teórica del modelo keynesiano para terminar reformulándolo de manera que, con distancia desigual respecto al modelo originario, éste resultara capaz de hacer frente a los nuevos aspectos de la realidad sin las inconsistencias o lagunas originales.

– Un segundo posicionamiento, desde luego muy difícil de desligar metodológicamente del anterior, se basaría en lo que llamaría el acercamiento empiriocriticista a la obra keynesiana y se ha basado esencialmente en la contrastación empírica, más o menos exitosa, del propio modelo o de sus prolongaciones con las evidencias del mundo real.

– Por último, me parece que cabe una tercera perspectiva de evaluación de la obra de Keynes, de su actualidad, de la pertinencia de sus postulados y de su trascendencia. Se trataría de situar a la propia obra keynesiana en el contexto económico que su propia virtualidad político económica ha generado en los últimos años para poder así contemplarla no en un vacío histórico sino desde la perspectiva de los hechos reales; cuya problemática, por cierto, fue siempre el objetivo de acción de la teoría económica que Keynes diseñara con acierto para su época.

Es esta la perspectiva que pretendo adoptar en esta reflexión, no sólo porque me parece que los hechos reales son el espejo final donde debe valorarse la belleza real de las formulaciones teóricas sino también por causa de las limitaciones de todo tipo que me impiden realizar aquí una reflexión de conjunto.

Diré, por último, que asumo en mi análisis una perspectiva económico política que deriva, por una parte, de mi convencimiento de que los asuntos económicos hunden inexorablemente sus raices en el mundo social, en donde la naturaleza de las relaciones entre los hombres y los colectivos sociales resulta determinante y, por otra parte, del convencimiento de que quienes hacen economía llevan a cabo una tarea que se proyecta no sobre categorías abstractas sino sobre sujetos históricos y por lo tanto sujetos y protagonistas ellos mismos de las redes de intereses que se conforman en la sociedad.

Para todo ello, es necesario resaltar inicialmente las que a mi juicio resultan ser las aportaciones esenciales de Keynes, es decir aquellas que con toda justicia permiten hablar de revolución keynesiana en la historia del pensamiento económico.

A pesar de la versatilidad del pensamiento keynesiano, de su carácter «camaleónico», como dice Young (2), podrían señalarse como los más trascendentes los siguientes aspectos:

– en primer lugar la utilización, en una perspectiva del corto plazo, de agregados y consustancialmente del enfoque macroscópico en el análisis de los problemas económicos, enfoque que había sido soslayado por el neoclasicismo.

De esta manera, se rompe efectivamente con el individualismo metodológico neoclásico, o al menos se abre una nueva perspectiva de análisis, y se establecen las bases, a mi modo de ver mucho más enriquecedoras, para abordar los problemas económicos lejos del subjetivismo propio de la que se había considerado la anterior «revoluciòn», la de Jevons. Quien, por cierto, no era más que un «profesor mal dispuesto y sin éxito» en opinión de Keynes; con sobrados méritos por tanto para pasar a formar parte de lo que denominaba el «submundo de los herejes».

– en segundo lugar, la utilización de un nuevo instrumental analítico que permite interpretar los fenómenos económicos en términos de flujos más que de mercado y que sitúa su análisis en el nivel de la producción más que en el de los niveles de precios.

Consiguientemente, se produce una auténtica ruptura con la referencia walrasiana del equilibrio general (lo que no ha impedido que ésta haya sido retomada posteriormente como referente de los propios postulados keynesianos). Como dijo Joan Robinson (3), «en el plano del desarrollo de las ideas, el principal logro de la Teoría General fue romper el sistema teológico de los axiomas ortodoxos. Keynes trató de entender la forma en que operaba la economía observando la situación real. Derribó los argumentos basados en un estado presente estacionario y atemporal, donde el pasado no podía modificarse ni el futuro preverse». Efectivamente, la obra de Keynes permitió pasar de la estática jevonsiana a la teoría del crecimiento.

– Por último y como ha señalado Blaug, entre otros, toda la obra de Keynes es un estímulo permanente para la elaboración de modelos económicos verificables. Su atención a las magnitudes agregadas y su trascendencia político económica llamaron reiteradamente a la contrastación empírica, que también de forma reiterada incluso podía llegar a poner de evidencia sus propias limitaciones o sus inconsistencias internas.

Sin embargo, como han dicho Botas y Urrutia (4), «para Keynes la Economía no consistía únicamente en seleccionar el buen modelo ordenador de los datos y en deducir conclusiones; sino que esto no es más que el comienzo de un proceso más complicado de toma de decisiones de Política Económica» .

Verdaderamente, la consideración de esa dimensión politico económica es absolutamente imprescindible para comprender la obra keynesiana. Rojo la destaca implícitamente como esencial cuando señala que se trata de «un paradigma teórico distinto del neoclásico que, junto con un conjunto de intuiciones sobre el funcionamiento y las relaciones agregadas básicas de la economía y unas actitudes respecto de la aproximación a los problemas socioeconómicos, ofrecían el fundamento de una política innovadora de estabilización de la demanda» (5).

Y Andreu Mas-Colell (6) dice que con la Teoría General Keynes se propuso convencer a los profesionales de la economía sobre la verdad de dos cosas: que es posible una situación de equilibrio a corto plazo con desempleo y que la autoridad pública dispone de instrumentos para conducir a la economía a una situación de pleno empleo.

Efectivamente no creo necesario insistir sobre la trascendencia y naturaleza de la política de demanda que deriva de su modelo renta-gasto. Sin embargo, sí quisiera destacar dos aspectos de la dimensión político económica de la obra keynesiana que me resultan de especial interés para mi reflexión posterior y sobre los que a menudo no suele detenerse la economía convencional:

– En primer lugar su posicionamiento frente a la ley de Say y que le lleva a vincular sus postulados con la tradición de las teorías del subconsumo. Lo que me parece de relieve no sólo porque de esta forma Keynes entronca con tradiciones analíticas del clasicismo anterior sino, sobre todo, porque involucra a la política económica de reactivación del sistema capitalista que propone con la que tradicionalmente había sido la teoría soporte de la estrategias reivindicativas de los movimientos obreros y sindicales.

– en segundo lugar, que la inclusión entre los componentes analíticos de su teoría económica de factores de índole claramente psicológica y/o sociológica así como la vinculación de todos ellos a la intervención de los estados advierten que la política económica keynesiana o derivada de los postulados keynesianos se engarza directamente con el estado de las cosas sociales, con los parámetros reales del bienestar que la teoría neoclásica no podía percibir, y por tanto considerar, al estar centrada en una definición abstracta y tautológica del mismo.

Esto último me parece, a su vez, doblemente importante: no sólo se trata de que la teoría económica keynesiana contacta con las causas más reales de los comportamientos de los colectivos sociales que son tenidos en cuenta, sino que éstos mismos encontrarán en la dinámica político-económica keynesiana una posibilidades antes impensables para mejorar sus posicionamientos respectivos en los mecanismos de reparto y acumulación de riquezas.

Ahora bien, no debería dejar de ser sorprendente que un modelo teórico como el keynesiano, protagonista -por las características antes citadas- de la principal «revolución»

cientítifica en la economía de este siglo sea en la actualidad objeto de las principales controversias teóricas, del rechazo político y considerado no sólo como el freno de la evolución del pensamiento teórico sino como causa de los males económicos que sufren las sociedades más avanzadas.

Después de cuarenta años de pensamiento keynesiano, Mas-Colell (7), por ejemplo, señala que «es una triste realidad que la teoría económica actual no cuente con una teoría del desempleo que goce de un mínimo grado de consenso», lo que choca si se tiene en cuenta que el problema contextual detonante de la propia obra keynesiana era un 27% de desempleo en Estados Unidos y 15 millones de desempleados en Europa.

Después de este tiempo el propio Rojo debe concluir diciendo que «en conjunto, el panorama actual de la Macroeconomía se caracteriza por un grado notable de confusión. La línea de pensamiento procedente de Keynes atraviesa una crisis profunda ante una evolución de la realidad que no ha sido capaz de explicar satisfactoriamente y aún menos de dominar. Las nuevas ideas, por su parte, aún no están consolidadas y no dejan de ofrecer flancos débiles frente a la evidencia empírica»(8).

El norteamericano David Gold (9) escribe que «la utilización de la política keynesiana ha hecho subir los salarios, reducido los beneficios y elevado los precios, reduciendo la capacidad de los EE.UU. para competir en el terreno internacional». Y Walter Eltis ha observado que «ha de ser particularmente molesto para los políticos keynesianos observar que son los paises en los que su influencia era mayor los que han sufrido más» (10).

Incluso en las revistas de circulación más general, como The Economists (24-12-88), se acusa ya abiertamente al keynesianismo de haber colapsado el pensamiento económico desde los años setenta.

Y si a todo ello se une la renuncia explícita que los gobiernos occidentales han realizado en los últimos años de las políticas de signo keynesiano se percibirá un panorama que obliga inevitablemente a preguntarse sobre las causas de la impotencia del keynesianismo y sobre la naturaleza de los fenómenos sociales y económicos que la han podido provocar.

Para ello entiendo que deben abordarse tres grandes cuestiones:

– la capacidad regenerativa del propio modelo original para hacer frente a las insuficiencias del mismo cuando trata de abordar fenómenos más complejos y de mayor alcance temporal de los que le sirvieron de inicial referencia.

– las nuevas situaciones y problemas que procuran un contexto diferenciado para su aplicación y

– las consecuencias de todo tipo a que da lugar la puesta en práctica de las recetas de política económica que se derivan del modelo y las modificaciones que a su vez producen en el contexto problemático en el que se inserta.

Sobre la base de dilucidar estas cuestiones podré explicitar las razones que me llevan a formular la tesis que sostengo: que la propia trascendencia y virtualidad de las tesis keynesianas así como la propia puesta en práctica durante casi tres décadas de políticas derivadas de sus postulados han sido precisamente la causa de su propia inutilidad en los momentos presentes; entendiendo esto último no en el sentido de que carezca de interés el análisis del propio discurso keynesiano, en donde se encuentran en todo caso claves aún vigentes para la comprensión del mundo económico capitalista, sino en el sentido de que las transformaciones que produjo en las economías occidentales han hecho precisamente insostenibles las recetas que habitualmente denominamos de raiz keynesiana.

Como trataré de mostrar a continuación, la aplicación de las políticas económicas keynesianas, convenientemente remozadas a lo largo de estos últimos treinta años, han provocado finalmente una situación en donde la acumulación de capitales se encuentra constreñida, la adaptación del sistema productivo dificultada e imposibilitada la reestructuración de la oferta productiva, de manera que no puede hacerse frente al permanente incremento de los salarios reales, a la baja de la productividad y a los déficits presupuestarios que, con su secuela de inflación y desempleo, ha producido el propio keynesianismo.

La insuficiente readaptación del modelo keynesiano.

La primera cuestión que es necesario plantear, siquiera sea sumariamente, es la insuficiente readaptación de la que ha sido objeto el propio modelo keynesiano en las últimas décadas.

A pesar de que han sido puestas de relieve de forma exhaustiva sus limitaciones, sus contradicciones internas, sus insuficiencias, -hasta el punto de que Weintraub cifraba en 4.827 las diferentes lecturas de la Teoría General hasta 1.980 (11)-, no puede decirse que se haya recobrado la potencia explicativa y la capacidad operativa del primitivo mensaje de Lord Keynes. Más bien, se ha hablado de que sus discípulos han traicionado su pensamiento; quizá porque, como ha dicho Martin Bronfenbrenner (12), «con el paso de las generaciones, las tesis pasan de doctrinas a dogmas. Los coros de ángeles se convierten en coros de loros, cantando «oferta y demanda», «pleno empleo» o «sociedad planificada», según venga al caso».

Es efectivamente un lugar común afirmar que el modelo keynesiano presenta en su formulación original limitaciones importantes para permitirle abordar problemas que fueran más allá de los coyunturales que le servían de referencia y que como todo modelo requiere una previa reconsideración cuando se aplica a situaciones distintas a la realidad inmediata que modeliza.

Sin embargo, y como es sabido, bien pronto fueron produciéndose sucesivas aportaciones que ampliaron su alcance analítico y el fundamento teórico que debería servir de soporte a las propuestas de política económica de manera que se lograba dar a ésta una mayor versatilidad gracias a la reconsideración del papel de la política monetaria.

Además, y apoyándose en el desarrollo de la econometría, se hacía posible la profundización en la determinación de las componentes fundamentales del modelo así como en las relaciones entre ellas, lo que se supone que debería haber permitido una readecuación de los postulados normativos keynesianos a lo largo del tiempo.

Sin embargo, ni los esfuerzos de la llamada síntesis neoclásica, ni los intentos posteriores de Clower y Leijonhufvud de releer la teoría keynesiana para asentarla en modelos distintos al de renta-gasto y, esencialmente para reconsiderar el papel de los tipos de interés frente a la tasa de salarios como desencadenante del desequilibrio (con las consecuencias «prácticas» que ello lleva consigo), han sido capaces de devolver la operatividad inicial al modelo, de devolverle su aceptación, ni de procurarle una suficiente capacidad autorregenerativa.

Como tampoco parece que podamos decir que lo consiguió el llamado fundamentalismo postkeynesiano que agrupando herederos de tradiciones dispares pretendía, en palabras de Eichner, eliminar las anteojeras intelectuales del neoclasicismo introduciendo el problema de la distribución, una cierta presencia de elementos institucionalistas y no reduciéndose al ámbito constreñido del mercado para analizar la toma de decisiones respecto a la asignación (13).

Por el contrario, y sin que de todos modos pueda entenderse que la tradición keynesiana esté superada, la literatura económica reciente presenta (a pesar de la confusión a la que antes hice referencia con palabras de Rojo) una coincidencia sintomática en abordar los problemas económicos de otra forma, con un diferente estilo metodológico, con un arsenal analítico distinto y, desde luego, con diferentes instrumentos y pretensiones de política económica.

Me atrevería a resumir estas coincidencias, y aún a riesgo de soportar los costes de generalizar un panorama no bien definido, en tres grandes aspectos:

– en primer lugar, en la consideración de los grandes problemas de enfoque tradicionalmente macroeconómico desde el lado de la oferta y con el instrumental analítico propio de la microeconomía. Y ello no sólo para hacer frente a las insatisfacciones de los modelos renta-gasto y eludir las consecuencias de los déficit que generan las políticas de demanda sino también y esencialmente porque se contemplan en primer plano los problemas relativos a la asignación, a la dotación de capitales, a la necesidad de recuperar la fexibilidad del sistema que permita hacer frente a los fenómenos de corrimiento productivo y tecnológico y, fundamentalmente, a la recuperación de la tasa de beneficios (debilitada por el contexto de crecimiento de los salarios reales y pérdida de la productividad), por vías que no sean exclusivamente inflacionarias.

– en segundo lugar, en la consideración del largo plazo; en donde inevitablemente se proyectan las expectativas y la incertidumbre que resultan ser determinantes cuando se contempla un mundo real en el que la velocidad de los intercambios reales y monetarios se ha multiplicado y en donde la interconexión de los mercados requiere considerar el inevitable «feed-back» que se produce entre las medidas de política económica y las situaciones que éstas mismas tratan de modificar.

– Por último, en la visión más pragmática y desde luego menos intervencionista (en el sentido habitual y keynesiano del término) de la política económica.

Más que determinar la naturaleza del desequilibrio que debe ser corregido se trata, por el contrario, de formalizar modélicamente las situaciones de desequilibrio de manera que el propio modelo contenga como variables las incidencias que llevan consigo las escasas intervenciones que se reputan adecuadas. Como dijo Shackle, si en el mundo real no hubo equilibrio no debería seguir manteniéndose en la teoría.

Se trataría, en definitiva, de forzar a la teoría económica para que modelice el mundo que ya se reconoce imperfecto de manera que las propias imperfecciones formen parte del modelo y no se consideren sólo com excepciones de las que se ocupa exclusivamente la política económica.

Resulta por lo tanto evidente que se produce una inversión singular de los presupuestos de partida, de los postulados y de las derivaciones politico económicas del modelo keynesiano.

En mi opinión, esta situación viene determinada por las mutaciones producidas en la economía causadas precisamente de la incidencia del propio pensamiento keynesiano que a la postre resulta incapaz de hacer frente a los fenómenos que él mismo contribuyó a generar.

Mutación y bloqueo en el proceso de acumulación.

El sistema económico capitalista ha protagonizado en las últimas décadas un proceso de cambio importante que ha afectado rotundamente a la operatividad del propio modelo keynesiano al alterar las relaciones causales que éste contempla y la función misma de las variables que resultaban estratégicas para el funcionamiento del sistema.

Sin ánimo de ser exhaustivo señalaré los fenómenos que entiendo afectan más gravemente a la consistencia del modelo keynesiano.

a) El primero y sin duda el más importante de es la pérdida progresiva de lo que Samir Amín denominó la «flexibilidad normal» del sistema.

Ello se debe, a su vez, a varias razones que fueron consolidándose durante el priodo de vigencia de las ideas y la política económica keynesianas:

-la disminución de los fondos de reserva latentes de mano de obra por causa de la capitalización del sector agrario tradicional y de las propias economías domésticas.

-la segmentación de los mercados producida por la innovación tecnológica y

-la mitologización que de la que se ha llamado la «cultura del más» contribuyó a generar el estado del bienestar y que provocó una enorme rigidez «a la baja» en las pautas de consumo y gasto sociales.

b) Por otra parte, esta pérdida de flexibilidad, especialmente agudizada en los mercados de trabajo y en los mecanismos de reasignación productiva en el interior del sistema, contribuyó de forma decisiva a fortalecer un proceso de subida de precios, de salarios y de tipos de interés que genera una inevitable cadencia inflacionaria al solaparse con actuaciones sobre la demanda.

c) En tercer lugar, hay que destacar que el desempleo contemporáneo tiene una naturaleza distinta al que constituyó la preocupación inmediata de Keynes.

Por una parte, porque no resulta ser consecuencia de una insuficiente capacidad sino más bien de la readecuación del sistema de dotación de capitales y, por otra parte, porque, como la experiencia ha demostrado, no se ve sustancialmente afectado por actuaciones desde el lado de la demanda.

La evidencia empírica parece demostrar que la creación de empleo no disminuye el desempleo. Abraham-Frois, por ejemplo, señala que en Francia la creación de 10 empleos en el sector terciario disminuye en uno ó dos el número de desempleados o en seis o siete si se trata de empleos industriales (14).

Además, el aumento de la producción tampoco entraña necesariamente la creación de empleo al haber modificado la innovación tecnológica de forma sustancial la casuística producción-empleo.

Desde la perspectiva original keynesiana, a corto plazo podía razonarse «para un estado dado de la técnica» (15), cuando en la actualidad la experiencia parece advertir que las modificaciones producidas por el progreso técnico son incesantes y resulta por tanto imprescindible que se consideren incluso en el corto plazo.

Hoy día, no puede considerarse a la inversión como una inversión de capacidad, tendente al incremento de las capacidades productivas y de empleo sino más bien como una inversión de productividad, que busca mejorar la productividad de los diferentes factores, y especialmente aquellos más costosos como el trabajo.

Los aumentos de inversión tienden, por lo tanto, no a aumentar el grado de ocupación de los recursos productivos sino a procurar una asignación distinta de los mismos.

Este carácter de la inversión no sólo advierte del sin sentido que puede llegar a tener una política de demanda de carácter tradicional keynesiano sino que, considerada la falta de flexibilidad a la que hice referencia, implica que de no llevarse a cabo otro tipo de reajustes no sólo se mantiene la situación tal cual sino que se cierra la vía de la readecuación y por tanto se obliga a que la única vía para mantener la tasa de beneficios ante un proceso de subida de costes sea la inflación permanente o el desempleo.

d) En cuarto lugar hay que señalar que el marco oligopolista en que se lleva a cabo generalmente la obtención y difusión de las rentas tecnológicas provoca una importante segmentación en términos de productividad en los diferentes mercados, el que los precios dejen de estar en condiciones de ser el instrumento de la competencia y contribuye de forma decisiva al divorcio entre la circulación real y la monetaria del sistema.

Como dice O’Connor (16), «la competencia en los mercados de mercancás de consumo se convirtió en competencia por el producto, incluso en competencia por el servicio y la calidad» y ello obliga a un proceso incesante de renovación en la producción de bienes de consumo para colocar en el mercado nuevos productos a precios mayores que los antiguos.

Esta mutación en el «ciclo del producto», que en opinión de este mismo autor constituye un «proceso sistemático de autoexpansión de los bienes de consumo», requiere un incremento de capacidad que, sin embargo, no tiene como finalidad el abaratar la obtención de los productos antiguos y tiene, por tanto, algunas implicaciones importantes.

Para garantizar la realización de los productos se hace necesaria la expansión permanente del crédito al consumo, lo que unido a la generalización del endeudamiento exterior de las empresas multiplica la circulación del dinero, hasta el punto de que ésta llega a ser independiente de la propia circulación de mercancias.

Así lo ha detectado, entre nosotros, el profesor Torrero (17), cuando señala que «los movimientos internacionales de capital se producen cada vez más al margen de los intercambios de bienes y servicios» y en otro lugar cuando recuerda que Tobin señalaba que sólo un 5% de los contratos en los mercados de futuros de «commodities» implican entregas efectivas de mercancias.

Este fenómeno da lugar a una «economía de papel» cuyo efecto sobre el sistema, en opinión de O’Connor, es «el desarrollo de una economía de deuda permanente, de crisis fiscal y de liquidez e inflación y presión impositiva muy altas» (15).

Entre estos y otros efectos que no puedo ahora traer a colación ahora, ésta economía de endeudamiento permanente supone, en mi opinión, un reto trascendental para el modelo keynesiano.

Al contrario de lo que Keynes supuso en el capítulo XII de su teoría General, la financiación de ésta deuda se realiza cada vez menos en el mercado financiero y mucho más por medio de la intermediación bancaria. Ello es importante, pues mientras que en el primer caso los tipos de interés son resultado de la oferta y la demanda, la intermediación hace que los tipos de interés no sean precios de mercado sino más bien precios de oferta.

Además, este proceso requiere -por contra de lo que plantea la corriente monetarista y como parece que más acertadamente postulan los postkeynesianos- requiere, en todo caso, considerar a la oferta nominal de dinero como variable endógena del propio modelo.

Y ello es, desde luego, un problema de reformulación importante si se coincide con Joan Robinson cuando dice que «la Teoría General es una «teoría monetaria» sólo en el sentido de que las relaciones e instituciones relativas al dinero, al crédito y a la financiación son elementos necesarios en la economía «real» en que están implicados» (19).

e) Por último, no puedo dejar de mencionar un fenómeno que, aunque tradicionalmente suele considerarse marginal del discurso teórico económico me parece que tiene suficiente relieve para explicar la crisis de la teoría y la política keynesianas.

Me refiero, por un lado, a la multiplicación de incentivos económicos y motivaciones consumistas propias del Estado del Bienestar que el keynesianismo contribuyó tan decisivamente a entronizar y que ha llevado a algunos autores a argumentar que los individuos exigían satisfacción de sus necesidades materiales como si se tratara de derechos civiles y de «status constitucionalmente garantizados».

Junto a sus efectos sobre la flexibilidad y la demanda de dinero, presupuestos de esta naturaleza han dado lugar al predominio de las industrias de bienes de consumo y, sobre todo de los servicios de todo tipo al consumo, que alteraron notablemente la dirección en que cabría pensar que era más racional orientar la asignación de capitales productivos.

Todo ello, naturalmente, da lugar a que la balanza se deslice hacia el lado del consumo y las ventas en contra de la productividad y la producción y que finalmente un tratamiento del lado de la demanda incialmente motivado por el subconsumo revierta en una sobreproducción evidente y en una rigidez productiva que dificulta no ya la propia acumulación de capitales sino la propia reasignación de los mismos.

Keynesianismo: del consenso a la deslegitimación.

Para terminar es necesario tomar en consideración no sólo las consecuencias de la política económica sobre la demanda de signo keynesiano sino el propio contexto político y social que generaron a lo largo de las últimas décadas.

Porque, efectivamente, la política económica keynesiana que desde el año 1.947 se centra prácticamente en los objetivos de estabilidad y crecimiento económico en lugar de los de recuperación económica, genera y a su vez se fundamenta en unas pautas colectivas de comportamiento expansionista que a la larga bloquean las posibilidades de reencuentro del sistema productivo consigo mismo cuando (por las razones antes apuntadas) ha de efectuarse una reconducción y una redimensión de los mecanismos productivos y de asignación.

Ello es así por varias razones:

– en primer lugar, por la propia definición del modelo keynesiano en lo que afecta al diseño de la política económica.

Por un lado, Keynes altera la comprensión que de las relaciones entre el consumo y la renta realiza el neoclasicismo y, por otro, modifica las variables de las que se hace depender la tasa de beneficios.

En lugar de explicar el ingreso y el consumo en función del intercambio entre ocio y renta por medio del instrumental marginalista, lo hace depender de la renta disponible, al igual que frente a la tasa natural de beneficios hará que esta dependa de la demanda total.

De esta forma, consumo y tasa de beneficio quedan inexorablemente en función de variables que dependen de las relaciones sociales que a su vez son expresión del grado de consenso o conflicto existentes en un momento dado en la sociedad.

– en segundo lugar, por la propia definición de los objetivos que persigue la política económica.

La consecución del pleno empleo keynesiano se expresó de forma explícita en la lucha por la reducción de la jornada de trabajo y la intervención del estado en los mercados de trabajo; la estabilidad se concreta en la necesidad de mantener una estabilidad monetaria que salvaguarde los salarios reales; el crecimiento se liga indisolublemente al mantenimiento de la dinámica expansiva de la demanda.

– en tercer lugar, por los instrumentos que son utilizados de forma reiterada para canalizar el impulso de la demanda y que se resumen en el incremento permanente y reiterado del gasto. Esencialmente del gasto militar, del gasto social y del que está ligado al mantenimiento de los aparatos administrativos y burocráticos.

De esta forma, la asimilación colectiva de las pautas de gasto keynesianas generaban un auténtico proceso de integración social que venía favorecido, además, por la socialización de la cultura del consumo y la difusión de servicios sociales no mercantilizados suministrados por el estado.

Se trataba de un auténtico consenso socio-político que tenía su hilo conductor en la expansión de la demanda y el crecimiento económico. Como dijo Walter Heller (20), «el éxito de la política expansionista…ha minado la posición y suavizado las diferencias doctrinales a izquierda y a derecha. Las mentes se han abierto y el área de apoyo común ha crecido… Otros se aferran a creencias largo tiempo inestimables y pretenden ignorar los hechos. Pero éstos se hallan, en forma creciente, fuera del centro mismo del consenso de la política económica».

Sin embargo, la opción de la expansión de la demanda, del incremento del gasto, la ausencia de disciplina en el mercado de trabajo y el incremento de salarios, junto a la práctica ausencia de acciones sobre la oferta generaron lo que se denominó gráficamente como una situación de inflación creciente e inversión insuficiente.

Lo que no podía dar lugar más que a la caída de los beneficios, del valor de la producción y del empleo. Es decir, de la estagflación que a su vez requería más crédito, más demanda efectiva y, por consecuencia del mayor desempleo y pobreza, más gastos sociales y por tanto más déficits.

Por otro lado, todo ello genera efectos devastadores sobre el mercado de trabajo: tanto la política discrecional como los estabilizadores automáticos desincentivan la movilidad laboral e incluso la propia conversión en capital variable de la propia fuerza de trabajo. El trabajo, como señala dramáticamente Abraham-Frois (21), se convierte en «cuasi-capital» llegando a ser un factor tan fijo como este último.

De ahí que las medidas de flexibilización o de actuación desde la oferta no sólo encuentren el escaso favor de los discípulos más convencidos de Lord Keynes sino, lo que es más importante, el propio rechazo de los agentes sociales y de los propios administradores de los recursos públicos que para no hacerles frente agudizan los efectos negativos de un expansionismo inadecuado al fortalecer la dinámica del ciclo político.

Es así que el propio keynesianismo genera una inercia social y politico económica que a la postre dificulta la reestructuración del sistema productivo, que ha visto reducidas su posibilidades de expansión por causa de las limitaciones y de la unidireccionalidad de la propia economía keynesiana. Cuando más necesarias son las medidas para favorecerla, menos posible resulta llevarlas a cabo si no es a costa de erosionar el consenso generado y provocar conflicto.

Es por todo ello que si al final tuviera que responder a la pregunta que servía de título a esta reflexión, un nuevo Keynes o nuevas ideas keynesianas?, me atrevería a concluir que esta segunda vía no me parece la más accesible para resolver los problemas que preocupan a los nuevos gobernantes, por más que ello no suponga negar la riqueza doctrinal que contiene su obra. Más bien me parece que las profundas mutaciones que el propio keynesianismo ha generado en la economía y en la sociedad capitalistas requieren, como hace cincuenta años, el estímulo y la creación de un nuevo Keynes. Porque la nueva época de disenso y conflicto social que inevitablemente genera romper con el acomodo expansionista que legó su obra (o al menos su lectura predominante desde los años cincuenta) dificilmente permitirá renovar el protagonismo de su teoría y de su política económicas.

Estará por ver si ello es posible y si el propio sistema tiene alternativas. En todo caso, sería de desear que tras la obra de un nuevo Keynes otra Joan Robinson no tuviera que advertir sobre la «bastarda progenie» (22) que creyó ver tras la del Lord británico.

NOTAS.

(1). ROJO, L.A. «Keynes y los problemas de hoy». Papeles de Economía Española, n 2, p. 269.

(2). YOUNG, W. «Interpreting Mr. Keynes». Polity Press. Cambridge 1.987, p.12.

(3). ROBINSON, J. «Herejías Económicas». Ariel. Barcelona 1.976, p.11.

(4). BOTAS, R. y URRUTIA, J. «Necesitamos otro Keynes?». Información Comercial Española, n 593, p. 34.

(5). ROJO, L.A. «Keynes: su tiempo y el nuestro». Alianza Editorial. Madrid 1.984, p. 331.

(6). MAS-COLELL, A. «La teoría del desempleo en Keynes y en la actualidad. Información Comercial Española, n 593, p. 68.

(7). Ibidem, p. 67.

(8). ROJO, L.A. «Keynes: su tiempo…», o.c. p. 364.

(9). Cit. por O’CONNOR, J. «Crisis de Acumulación». Península. Barcelona 1.987, p. 38.

(10). Cit. por HUTCHINSON, T.W. «Keynes vs. los keynesianos». Espasa-Calpe S.A. Madrid 1.980, p. 5.

(11). Cit. por ABRAHAM-FROIS, G. «Keynes et la macroeconomie contemporaine». Economica. París 1.986, p. 86.

(12). Cit. por HUTCHINSON, o.c., p. 3.

(13). EICHNER, A.S. (ed.). «Economía postkeynesiana». Blume. Madrid 1.984, pp.25-39.

(14). ABRAHAM-FROIS, o.c., pp. 116-117.

(15). PILLING, G. «The crisis of keynesian economics. A marxist vew». Croom Helm. Londres 1.986, p. 82.

(16). O’CONNOR, J. o.c., p. 97.

(17). TORRERO, A. «La Bolsa española en el contexto internacional». Economistas, n 27, p. 47.

(18). O’CONNOR, J., o.c., p. 120.

(19). ROBINSON, J., o.c., pp. 117-118.

(20). HELLER, W. «Nuevas dimensiones de la Economía Política». Labor. Barcelona 1.973, p.78

(21). ABRAHAM-FROIS, G., o.c., p. 128.

(22). ROBINSON, J., o.c., p. 116.

En vol. col. «Vigencia de las ideas keynesianas». Universidad de Málaga. Málaga 1.990.

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